lunes

De Conversaciones en la intemperie (Editorial Pre-Textos, 2016)


Fantasmas de la Gran Aldea [1]



No hace mucho, un amigo argentino que estaba de paso por Madrid, me llamó por teléfono para invitarme a dar un paseo por la ciudad con el noble y extraño propósito de que lo llevara– según me dijo– a visitar algunos de mis lugares favoritos. No tengo muchos amigos, tampoco tengo ningún lugar favorito en Madrid, ya que si bien vivo en España desde hace algunos años, la mayor parte del tiempo la pasé retirado en provincias, bastante lejos de la capital. De todos modos acepté encantado la invitación y fuimos a dar una vuelta por el Parque del Retiro. Luego de apreciar someramente las bondades bucólicas del paseo, los jardines, las estatuas y todo lo demás, nos adentramos en nuestros temas. Le comenté a mi amigo que estaba escribiendo un artículo sobre José Bianco, aclarándole que sus novelas y ensayos me gustaban mucho, pero que estaba bastante desorientado en cuanto al «personaje».
«¿Vos qué opinás? ¿Cómo lo describirías?» –le espeté a quemarropa–. «Bueno, tengo una imagen un tanto distorsionada; estuve leyendo el Borges de Bioy, y allí se lo menciona varias veces, aunque siempre al sesgo, lateralmente, casi como si no existiera, como si fuese uno de esos fantasmas jameseanos que tanto le gustaban a él…». «Pero en ese libro, salvo los epigramas de Borges, todo lo demás, las personas sobre todo, aparecen retratados con trazos muy grotescos» –dije, y me detuve para señalar el monumento al Ángel Caído–. Seguimos caminando un rato más por el parque y la conversación derivó hacia cuestiones más personales. Al atardecer, nos despedimos efusivamente con unas cervezas y una picada generosa. Mi amigo partía al día siguiente hacia París, y esa misma noche, yo tomé el tren de regreso al pueblo.
En el viaje, recordé mi primer intento de lectura del Borges de Bioy Casares, que me había dejado una impresión, en general, bastante desagradable. Sin embargo, mi amigo –un lector muy fino y para nada catártico– acababa de poner ese libro por las nubes, llegando a decir que era la mejor historia de la literatura argentina que se había escrito en los últimos cincuenta años. ¿Unos garabatos de sobremesa llenos de eruditas menudencias y de acotaciones maliciosas, la mejor historia de la literatura argentina? Sin duda, como siempre, mi amigo estaría bromeando, con ese humor tan sofisticado y tan para entendidos que solo los porteños podemos percibir.
No obstante, y por simple curiosidad, aquella noche, al llegar a mi casa, lo primero que hice fue abrir el terrible tocho para ver qué se decía allí sobre Bianco. Por milagro, ya que en el infinito listado onomástico no se indican referencias de página, pesqué al principio del libro una entrada en la que se lo menciona al pasar, con la siguiente observación del taquígrafo, un tanto ambigua o ladina –comme il faut–: «Llega Pepe, muy tarde, entra abrochándose la bragueta, de abajo arriba: nos da la mano y vamos a comer (me levanto a lavarme las manos)».[2]
Definitivamente, mi amigo me había gastado otra de sus bromas sofisticadas. ¿O acaso se había tomado en serio todas esas fechorías insustanciales que Bioy Casares consideraba literatura fantástica? Mejor dejemos –pensé– que el difunto Adolfito siga imaginando que es un astro de la raqueta y un demonio con las mujeres, porque con la peluca de James Boswell resulta tan divertido como Marcos Zucker contando chistes talmúdicos. Decidí, entonces, no perder más el tiempo en rodeos inútiles y renuncié a ese exquisito manual de literatura argentina, dirigido, sin duda, a lectores menos incautos que yo. Sin embargo, la imagen de Bianco abrochándose rápidamente los botones del pantalón, por más engañosa que fuera, de algún modo seguía allí y ya había torcido mi punto de vista. Ciertos libros deberían venir acompañados de sus pertinentes prospectos farmacológicos, indicando al lector qué ingredientes los componen y para qué se utilizan, así como el modo de consumo y las advertencias sobre sus posibles efectos colaterales.
A la mañana siguiente, con la cabeza ya más despejada, resolví volver a las novelas y ensayos de Bianco sin más dilaciones ni intermediarios, pero me di cuenta de que aún continuaba bajo el efecto ponzoñoso de las notitas de Bioy, ya que me sentía un poco como aquel que ha estado fisgoneando por el ojo de la cerradura en la vida íntima de sus vecinos, y descubre de pronto que la señora del quinto se hace azotar por el portero, y luego tiene que dar los buenos días y recoger las facturas del mes con su mejor cara de póker. ¡Oh inmunda raza de mirones! Por suerte, unas juiciosas palabras de Bianco sobre este asunto acudieron a tiempo para señalarme que no todo estaba irremediablemente perdido: «Sentir admiración y respeto por la persona y por la obra de los buenos escritores es un índice de cultura que suele darse en casi todos los países. Ya sabemos que la verdadera persona de un escritor está en su obra, solo en su obra». Apelé entonces, con todas mis fuerzas espirituales, a mi índice de cultura personal, que había quedado un poco abatido, con los traumatismos propios de una larga noche de lecturas imprudentes. Y sin embargo –reflexioné– quizás no estuviera tan equivocado al presentar a «mi personaje» desde aquella escueta visión mundana que me ofrecían los diarios de Bioy Casares.
Luego imaginé la siguiente escena en blanco y negro, con planos cortos y oblicuos, como en una película de Orson Welles: un piso con veintitantas habitaciones en el barrio tradicionalmente más chic de Buenos Aires; mobiliario suntuoso, con una pátina arcaica –aunque no en exceso– que contrasta un poco con el clima aniñado y negligé en el que transcurre la velada; circulan bebidas modestas, licores, refrescos, algunos bocadillos magros, y esta frugalidad de merienda, que parece haber sido calculada al detalle, también desentona un poco con la hiperactividad del ama de llaves que revolotea puntillosamente alrededor de los comensales.
Allí, todos los viernes se dan cita las mayores lumbreras locales de la época para celebrar su pequeño conciliábulo privado. El genio lúdico de Borges es el centro de la reunión, y se lo enaltece casi como si fuese una reliquia, un diamante, un espejo veneciano auténtico, cuya luminosidad, voluble y neutra, se refracta en el rostro de cada uno de los invitados. Enseguida, tocan el timbre y el anfitrión acude en persona a abrir la puerta. Es «Pepe» Bianco, que llega tarde a la tertulia porque probablemente se demoró corrigiendo las galeras de imprenta del próximo número de Sur, pero al cruzar el umbral de la puerta, advierte que olvidó cerrarse la bragueta, y en un gesto automático sus dedos se arrastran hacia allí.
El anfitrión, un hombre alto, con aspecto de lechuguino náutico y marrullero, nota el gesto disimulado y lo saluda con cierta prudencia o resquemor, mientras rumia en silencio la palabra fag, un término intraducible de la estudiantina inglesa que todo caballero eduardiano –y el anfitrión, a su manera, lo es– recuerda con afecto esquivo cada vez que aborda situaciones un tanto confusas como la que se le acaba de presentar ahora. El silencio y las miradas quedan petrificados unos segundos en el vano de la puerta; luego, Bianco irrumpe sigilosamente en la reunión y se acomoda en un ángulo imperceptible de la sala, en medio de una boutade típica de «Georgie» que ha provocado algunas risitas con sordina.
La elegancia no siempre es sinónimo de decoro. Allí la gente adopta modales pintorescos, desgarrados y vulgares hasta cierto punto, que chocan por momentos con la idea que las viejas generaciones tenían sobre la cultura y la buena educación. Desde la opacidad y el desgano aparentes, Bianco participa con mucho interés de ese jeu de societé que conoce al dedillo, del mismo modo que conoce a fondo la obra de Marcel Proust y de Henry James. En su ideario personal, es posible que el concepto de «cultura» tuviese un matiz ligeramente distinto, no exento de ciertas potestades rayanas –acaso– a la inquietud y la decadencia.
Cuando cinco personas cultas se reúnen a charlar amistosamente en una casa invulnerable a los pleitos del mundo, se entrelazan en un círculo misterioso para formar un aquelarre encantador, una pequeña compañía de teatro espontáneo. Al instante, caen arrobadas bajo las facultades histriónicas del lenguaje. De un modo casi natural, cada una de ellas se despoja de su identidad e interviene en la caracterización de ese yo ficticio, circunstancial y único, que se personificará solo una vez, con todas sus grandezas y sus miserias, para luego despertar de manera brusca, como un sonámbulo, cuando acabe la conversación.
Precisamente en ese momento, cuando ya se ha desmontado el escenario y cada uno se adentra a solas en los méritos o deméritos de la propia actuación; cuando asoma esa segunda conciencia crítica y toda la obra ya comenzó a transcurrir en el pasado, y sin embargo, uno trata inútilmente de enmendar su propia imagen, trata de pulir esta o aquella intervención desafortunada…; en fin, cuando ha caído el telón y uno vuelve a quedar desnudo frente a los propios pensamientos, a salvo aunque calado hasta los huesos por la mirada de los otros; en ese punto es donde uno ya está metido de lleno en un campo en que la ficción se erige sobre los mismos principios que las relaciones humanas; el mismo campo vidrioso, opaco, densamente estratificado, que José Bianco desplegara en su particular obra narrativa, la cual puede tener –como el autor lo señalara en más de una ocasión– un modelo indiscutible en el legado de Henry James, aunque en rigor está compuesta de tres piezas bastante atípicas, únicas en su género, notables tanto por sus sofisticados argumentos como por la depuración estilística que en ellas adquiere el lenguaje.
Alguna vez Borges dijo que el estilo de Bianco era «invisible, como el cristal o como el aire». También hubiera podido decir que era invisible como su persona, ya que algunas partículas de esa invisibilidad fueron a parar, sin duda, a su estilo, pero otras tantas eran esenciales a su carácter; esenciales para el agudo cronista social que Bianco era; esenciales también para soportar a Victoria Ocampo, durante los veinte años que trabajó codo a codo con ella, en la revista-editorial Sur. Parte de esa invisibilidad era estilística y parte era de índole puramente diplomática, pero Borges se refería a lo previo: a ese trazo incorpóreo, a esa no-marca de identificación que suele constituir –según se dice– el sello, la garantía de fábrica de los buenos artesanos, que raras veces hacen alarde de su saber o de sus técnicas; que atenúan y despersonalizan cualquier esfuerzo en la ejecución del trabajo. No es descabellado suponer que ese estilo de maestro cristalero se fuera fraguando en las muchas –y muy apreciadas– traducciones que nuestro escritor produjo, a lo largo de su carrera profesional.[3] Ciertamente, la traducción es una dura escuela de transparencia: obliga al ejecutante a someterse a una disciplina espartana; obliga a pensar todo el idioma en frío, desde un parcial extrañamiento; también hace que se lo analice al desnudo, minuciosa e íntimamente. En este sentido, da la sensación de que Bianco hubiese examinado cada frase con el equipamiento quirúrgico de un traductor, con la cautela extrema y la impersonalidad que conlleva dicho oficio. De ahí que su lenguaje nos parezca trabajado en materiales preciosos, a la vez que oscuros, equívocos, extremadamente lavados con respecto a los paradigmas usuales de la lengua literaria; de ahí que en él todo brille sin estridencias; que nada despunte ni recuerde el magma o las impurezas en los que pudieron haberse templado dichos materiales, para alcanzar toda esa lisura espejante, esa fluidez engañosa. Por eso, nos puede parecer, también, que es un lenguaje al límite del manierismo, salpicado aquí y allá de pliegues exquisitos, de pequeñas pinceladas con una pátina estetizante que podrían, a simple vista, pasar inadvertidas.
De Bianco, quizás, podría decirse lo que Johnson opinaba acerca de Milton: que era un sastre que no trabajaba para el gran público, sino solo para una selecta clientela de amigos. Sin pecar de elitista, sin ninguna clase de exhibicionismo, escribió para unos pocos connoisseurs, y lo que escribió es escaso, aunque tiene el secreto de la perfección, del pleno dominio instrumental. Tiene asimismo el don de la síntesis y de la levedad. En su primer –y único– libro de cuentos, La pequeña Gyaros –publicado por primera vez en 1937–, para pintar el paisaje rural del Noroeste argentino, le basta con esta rápida acuarela: «Carreteras apacibles, bohardillas con visillos de linón que asoman entre las tejas descoloridas, mucho verde, suave, difuso, tamizado por la distancia, levemente tocado de gris». Cierto, el vocabulario es aquí algo neutro, aséptico: “linón”, “bohardilla”, “visillo”, pero también es altamente preciso, y evoca, desde un ángulo casi lírico, la pesada atmósfera subtropical y las fincas azucareras, típicas de la zona. La misma síntesis, el mismo ángulo subjetivo lo podemos encontrar, por lo demás, aplicado a la breve descripción –o definición– de una belle dame sans merci de la oligarquía porteña, una de las muchas distinguidas damas de Pepe que ya empezaban a manifestarse en estos cuentos juveniles: «¿Continúa usted siendo la viajera soñadora y errante? La que en Cannes, rodeada de ingleses, cruza apuestas fabulosas jugando al baccarat, la que se marcha a El Cairo cuando el invierno avanza y, a la vuelta, pasea su aburrimiento entre dos judíos de perfil sinuoso, los labios displicentes, los labios marchitos, pintados de azul…». No se sabe muy bien por qué Bianco hizo todo lo posible por desterrar este primer libro de su bibliografía; quizás haya sido –como algunos opinan– por consejo de Borges, que también había renegado de sus primeras prosas; acaso porque su autor lo considerase un pecado de juventud, ya que en estos cuentos –escritos a los veintitantos años– se destaca un cierto regodeo en lo barroco y en lo decadente; se hace ostentación de conocimientos clásicos, de latinismos elegíacos y hasta de rubendarismos ácimos –como se advierte en el párrafo antes citado– que serían cuidadosamente saneados en el recorrido futuro. «En cada hombre» –afirmaba Octavio Paz– «late la posibilidad de ser o, más exactamente de volver a ser, otro hombre». Y el muchacho romántico o simbolista, que se insinuaba vagamente en La pequeña Gyaros, detrás de unas pesadas cortinas de Damasco, leyendo las elegías de Tibulo hasta altas horas de la noche, con una botella de cloral apoyada en la mesita de luz –o proyectada en su pasado imaginario, decimonónico–, acaso nunca dejó de habitar entre las fracturas morales, los remilgos de clase y los pudores estéticos del hombre adulto.
El cuidado de la prosa implica un diálogo tácito con la lengua, que no siempre es requerido en ese vastísimo feudo de la palabra escrita al que llamamos «novela moderna», delimitado por la longitud y el afán de realismo mucho más que por determinadas leyes de género o de cohesión formal. En el cuento, dichas leyes son más tangibles, y el lenguaje necesariamente debe brillar, pero la novela, que en esencia es puro pastiche, espejo torturado que se traslada por los caminos, disfruta de una soberanía estructural sin límites, y en ella el arte de la prosa puede no lucirse o pasar a un segundo plano. Bianco era un buen prosista y un buen narrador, atributos que no siempre suelen conjugarse en el heterogéneo universo de la novela moderna. No obstante, si nos guiáramos por la extensión y por la apetencia de maximalismo, La pérdida del reino es lo más lejos que llegó a adentrarse en aquellos territorios imprecisos. Y resulta un islote bastante extraño en la geografía canónica del género, ya que se trata de una historia en espejo, contada refractivamente, cuyo tema principal es la conciencia crítica de un hombre enemistado con su propia vida y con su entorno social.
Esta forma poco habitual de una narrativa que podríamos llamar «subjetivista», si bien había tenido ilustres cultores en la literatura europea del siglo XX –André Gide, E.M. Forster y Graham Greene, entre otros–, era un trasto algo anacrónico para la época y el contexto –años setenta, pleno auge del boom latinoamericano– en los cuales se publicó el libro antes mencionado. Y lo que de inmediato se destaca en él, en primer lugar, es ese juego anacrónico y ese braceo contra la corriente; el solipsismo puntilloso en el que se monta la trama; y sobre todo: el hecho ostensible de que su autor parecía no comulgar con las renovaciones técnicas que experimentaba la novelística en aquellos tiempos. ¿Qué quiere decir esto? ¿Significa acaso que cuando todo el mundo ya se había pasado al cine y al bourbon, Bianco seguía siendo fiel a la ópera y al brandy, seguía leyendo todavía a Anatole France, en vez de estar leyendo a Faulkner o a Hemingway? Algo de ese anacronismo complaciente es verdad, pero también es cierto que La pérdida del reino, con su estructura lineal y su estilo caviloso –de sólido hombre de letras– proyectaba otros parámetros para pensar la modernidad de la novela hispanoamericana, otros parámetros muy distintos a todo lo que se estaba pergeñado y llevando a cabo en aquellos tiempos.
Habrá que decirlo sin sutilezas: Bianco era un epígono de Henry James y un lector compulsivo, concienzudo, extático, de À la recherche du temps perdu. No obstante, a pesar de la opinión común, el epigonismo, en literatura, no puede considerarse algo de por sí nocivo o demeritorio; por lo contrario, lo epigonal puede muchas veces, en determinadas circunstancias, fungir de reserva ignota de energías cuando todos los recursos naturales se han agotado; puede, además, emplearse como una vía de circunvalación para llegar –acaso– a un mismo punto, pero evitando los tramos más colapsados. Si pudiéramos revertir el curso que conduce del pasado al presente, y en vez de volver a tomar la carretera que llevaba a los distritos consabidos, eligiéramos aquella desviación que conducía a Yo el supremo, aquella otra que desembocaba en Zama o en El limonero real,[4] el panorama narrativo actual podría ser bien distinto, o al menos no tan poroso y homogéneo.
Por otra parte, recordemos que con el nombre de epígonos se denomina en la historia de Grecia a aquel reinado que sucedió al de los diádocos, los caudillos que tras la muerte de Alejandro Magno heredaron las tierras conquistadas. Los epígonos no fueron tan voraces como los diádocos, pues en lugar de consagrase a extender la hegemonía del imperio, se limitaron a consolidar y dirigir los nuevos reinos. De alguna manera, Bianco fue un epígono que vivió y escribió en un período dominado por los diádocos; un período en el cual la novela aspiraba a conquistar todas las provincias de la imaginación literaria, e incluso se proponía ir más de allá del mundo conocido.
Al postularse como la continuación de un modelo preexistente, al abstenerse de la originalidad y al no aspirar a ninguna grandeza aventurada, el epígono está exento de todo deseo de supremacía y de cualquier forma de vasallaje. Por lo tanto, goza de una situación envidiable, ya que puede entablar un diálogo directo con su maestro, sin necesidad de recurrir a mediadores, ni a dispositivos novelescos intrincados como el monólogo interior, los narradores polifónicos o la parodia de otros textos. Tampoco necesita crear grandes personajes ni contar historias kilométricas que conmuevan por su parentesco con la realidad.
El verdadero arte de narrar no consiste en extender el universo al infinito, sino en recortarlo, en conferirle unos límites bien acotados. Y cuanto más acotados sean dichos límites, mayor será la proyección imaginaria de lo que allí se refiera. En La pérdida del reino, el marco de la historia, aquello que por regla general el lector no debería percibir, es lo que aparece en primer plano, ya que el objeto principal de la novela se formaliza, no en el relato en sí mismo, sino en el discurso vicario que se condensa en torno al proceso narrativo; en el juego especular de la escritura, esto es: en lo confidencial y lo público, en lo explicitado y lo omitido que ese juego vendría a poner en escena, como sucede en las célebres parábolas jameseanas. Y los dos personajes principales –un asesor literario de una dudosa editorial llamada Galaxia y un presunto escritor que deja en manos de aquel unas carpetas que contienen los apuntes deshilachados de toda su vida–, estrechan el círculo todavía más, instalando un clima artificial, cerrado, endogámico, en el cual no intervienen agentes externos, o si intervienen lo hacen reflejándose, purgándose a través de ese filtro, esa conciencia ficcional que ha sido colocada, estratégicamente, en el centro de la trama.
Desde esta recámara oculta, desplegada en varios puntos de vista (en rigor, se trata de un solo punto de vista, sesgado y fragmentario), lo que se refleja en el acontecer del relato y en el proceder de los personajes, se transforma –por defecto– en una película turbia, sórdida, lenta, injustificadamente pecaminosa, ya que no son hechos ni conductas «objetivos» lo que allí se refleja, sino solo juicios, ademanes, hipótesis de vida; todo lo cual abre las puertas a un recelo generalizado, sistemático –con el malestar y la malicia implícitos que ello plantea–; recelo que también se aplica a la principal maniobra narrativa del texto, y que conduce, al mismo tiempo, a algo todavía más interesante e inquietante, como lo es la pregunta por el potencial pragmático de la verdad, la pregunta por el sustrato real de la verdad, puesto que de este sustrato idéntico, de esa misma cosa se produciría lo mentado por los materiales de ficción. He aquí el espacio simbólico –y en cierto modo, epistemológico– de La pérdida del reino, que es propiamente el campo exploratorio de la novela moderna, la situación del yo novelista moderno, después –digamos– de Henry James: un sujeto desconfiado, resentido, «falsacionista» por naturaleza, que ya no detenta la verdad, ni –por añadidura– la autoridad de la ficción, pero en quien, no obstante, esta se ha sedimentado como argumento existencial, como asunto de vida privada. La verdad, entonces, el tesoro y la presa que custodia toda vida privada, es algo que debe revalidarse en adequatio con las máscaras de la ficción, con el dominio de lo imaginario; en una palabra: algo (¿un saber específico, un programa ético?) que debe ajustarse, no a los hechos rústicos e insignificantes de la vida, sino a los contenidos ideales de la conciencia.
La dimensión biográfica de toda novela, y al revés, la dimensión novelesca de toda biografía, se entretejen capciosamente en La pérdida del reino. Así, vida e invención, experiencia y lenguaje, se modelan y se vacían una en el otro, componiendo una historia rota, espectral, cuyos episodios se solapan en una dilatada puesta en abismo. Y algo parecido ocurre con los dos personajes principales: entre la oscura vida de Rufino Velázquez y la vida incógnita de la primera persona que cuenta la historia, existe un paralelismo oculto, una afinidad no declarada del todo que proyecta sobre la trama un sutil juego de luces y sombras, y hace que el texto fluctúe, en el plano de las ideas, entre el principio de causalidad que rige la búsqueda de todo biógrafo, y el principio de incertidumbre que manda en los mecanismos de la ficción. De tal forma, podría decirse que la biografía no escrita de Rufino Velázquez es el auténtico centro de gravedad sobre el cual se articula el relato, como si este fuera el transcurso potencial de aquella, y viceversa; como si el arte del biógrafo no fuese en el fondo tan distinto al arte del novelista; como si ambos se complementaran para una labor quizás imposible: revelarnos el carácter de un hombre en particular, el sentido de una vida única y concreta, comunicándonos a la vez el pathos desnudo y caótico de la pura existencia.
Es sabido que en la literatura argentina se nace bajo el signo de Boedo o de Florida, se nace arltiano o borgeano, se nace erizo o zorro, se nace ciego o jorobadito, se nace para ser rufián o para ser bibliotecario. No hay más vueltas que dar al asunto; podría haber matices, pero no, en el medio no hay nada, ninguna puerta de salida. Es así, aunque suene exagerado y un tanto pueril, esta dicotomía existe y modela los códigos de todo escritor o lector local, elevándose a veces hasta altitudes míticas y otras rozando el chiste absurdo o el cuento del tío. Por supuesto, no tiene ninguna explicación lógica, tampoco tiene ninguna validez como herramienta crítica, pero allí está, completamente arraigada en el imaginario popular, como un imprevisible dragón bicéfalo que se muerde la cola y vomita un fuego colérico a quien ose perturbarlo.
¿De dónde procede esta visión fabulosa, que algunos teóricos han querido rebajar al rango de una antinomia estética, e incluso han intentado confrontar con la idiosincrasia política del país? Ciertamente, no procede de la experiencia común de leer a Borges o a Arlt; surge de un conocimiento más espurio y estrecho, tal vez de origen didáctico, que se ha edificado sobre un depósito de creencias y prejuicios acerca de lo que conlleva la alta o la baja literatura, lo que significa escribir mal o escribir bien; creencias y prejuicios que se fueron cristalizando en lugares comunes que ahora ya nadie tiene ganas de desmentir, y entonces parece que actuaran como fuerzas históricas vivas, conceptos indiscutiblemente funcionales, aunque en los hechos nadie sabe muy bien para qué sirven.
Porque en los hechos ambos escritores desbordan cualquier parámetro tradicional, ambos conforman campos autónomos, irreductibles y centrípetos; ambos también ignoraron o desdeñaron tanto el elitismo como el populismo, y ambos –cada uno en su firmamento– escribieron bien y escribieron mal, si por ello se entiende algo más que escribir correcta o incorrectamente, de acuerdo a tales o cuales cánones estipulados por los mandarines académicos. No obstante, si no se la toma al pie de la letra, si solo se la aplica dentro de un sistema dinámico de referencia, como esas fuerzas que en la física se denominan «ficticias», esta bipolaridad entre lo apolíneo y lo dionisíaco, esta oscilación permanente entre lo alto y lo bajo, entre el hombre que vive para un logos y el hombre que se desangra en su pathos, es una marca que distingue a la literatura argentina de todas las otras producidas en lengua castellana durante el pasado siglo.
Dentro de este sistema de referencia, no hace falta ni decirlo, la sobria figura de Bianco concierne por entero a las fuerzas apolíneas; vale decir que se vincula con la idea de civilización y progreso entendida al modo del liberalismo clásico, donde la cultura ocupaba una función predominante, que no indicaba tanto la victoria del individuo sobre el Estado como la expresión de una nueva mentalidad crítica, abierta o «moderna», y sobre todo: enfrentada radicalmente a toda forma de tiranía. En la Argentina, como en otras partes del mundo occidental, esa mentalidad fue sinónimo de diversas doctrinas y gestas casi siempre contradictorias, y tuvo muchos epónimos, pero sin duda el más conspicuo de todos fue Bartolomé Mitre.
En la década del treinta, cuando Bianco comenzó su carrera literaria, esa mentalidad todavía seguía activa, aunque vetusta y definitivamente anclada en su pasado glorioso; era ya la mentalidad del Antiguo Régimen, la mentalidad del «caballerito»[5] nacido para servir a la emancipación del pueblo e ilustrar a la opinión pública, tal cual se había fraguado en el viejo ideario del patriota romántico, pero que luego se fue encalleciendo y decantando hacia una mentalidad conservadora y clasista, distintiva en este aspecto –aunque no exclusiva– de la alta y la pequeña burguesía local.
Según evalúan algunos analistas, esta mentalidad tuvo su expresión ideológica más definida y su actuación política más coherente en la persona y en el gobierno de Julio Argentino Roca; sin embargo, como pura mentalidad trascendió cualquier gobierno, quedando representada, mejor que en ninguna otra cosa, en la larga estela del mitrismo. Y en dicha estela, que recogía lo mejor y lo peor de la Generación del 37,  viajaban los fantasmas de la Gran Aldea: los apellidos solariegos, las ilustres patillas y los sublimes bucles; los sombreros de copa y los peinetones; los breeches color caqui; los cuadros pajizos al óleo; los shorthorn y los purasangre; la cabeza de Juan Lavalle; la apatía sintáctica de alguna institutriz inglesa; la especulación financiera; las panoplias del Jockey Club; la beatería erotómana; los libros de tapa dura y piel; el cadáver de Camila O’ Gorman; los duelos a pistola; los bañadores a rayas en La Perla del Atlántico; las tormentas de granizo; el guante blanco de un chofer ruso; las estancias embrujadas; la patota, el cabaré, el voto cantado… En fin, todos esos vestigios de la alta sociedad bonaerense que quedaron tan maravillosamente retratados en los daguerrotipos de Alejandro Witcomb:[6] niños vestidos de marineritos y niñas como arcángeles de terracota, patriarcas con aire de mariscales de campo, señoras etéreas y morfinómanas, decorados que remedan praderas idílicas o típicos paisajes de Europa, espejos que proyectan interiores de palacios, paseos en góndola, la piel mullida de algún animal salvaje de África…
No quiero decir que este panorama, caprichosa y rápidamente bosquejado, sea el legítimo paisaje social de las ficciones de Bianco, porque ello significaría reducir su complejidad a una caricatura, además de que falsearía las evidencias históricas. No obstante, también sería inexacto omitir que casi todos sus personajes, en buena medida, se ajustan a esa mentalidad a la que aludí antes; al menos se reconocen plenamente dentro de ella, habitan en lo más recóndito de sus grietas morales, y asimismo la cuestionan desde una sensibilidad distante y una conciencia extrema, modeladas casi siempre en la anuencia y en la consumación silenciosa del mal.
Sin ir muy lejos, recordemos las palabras con que se presenta el frío y avieso muchacho que desempeña el papel de narrador en Las ratas: «Me llamo Delfín Heredia. En mí, como en todos los hombres, se acumulan tendencias heredadas. Por eso, al hacer en este capítulo la historia sucinta de mi familia, hablaré de otros Heredia que han nacido o muerto antes que yo, pero que aún subsisten en mí, puede decirse, bajo su forma más negativa. Será una manera de condenar a una raza para salvar a un individuo, de librarme de unos y de otros a la vez, de hacerlos morir irrevocablemente». Y el árbol genealógico de los Heredia abarca un tramo claramente perfilado y significativo para la historia local, aquel que va desde la derrota de la Confederación Argentina y la caída de Rosas, en 1852 –cuando llega el primer ancestro, llamado igual que el narrador, Delfín Heredia–, hasta la primera presidencia de Yrigoyen, en 1916, que es la época en que se desarrollan los acontecimientos referidos en la novela. Son los años dorados del radicalismo, pero mucho más que eso: es la época del gran cráter social, la época de las huelgas campesinas y obreras, de los sindicatos anarquistas, las prostitutas ilustradas, los libelos de nitroglicerina, la época de la organización del proletariado y de la Semana Trágica.
No obstante, en la vivienda señorial que habitan los Heredia, mustia y abstracta como una casa de muñecas, los rugidos multitudinarios de la calle se ahogan en una sonata de Liszt. Esta ubicación en el espacio y en el tiempo tan claramente delimitados, no son por supuesto datos imprescindibles para abordar una lectura de Las ratas, pero tampoco son datos ornamentales, ya que si bien la novela admite una lectura en clave de género, como un policial o un thriller psicológico, lo más significativo no está allí, sino en la construcción del discurso, en la evocación minuciosa del final de una era y el comienzo de otra, y sobre todo: en el retrato verídico e íntimo de una clase social, compuesto a partir de sus últimos exponentes generacionales.
¿Había en Bianco un decadentista dividido entre Sodoma y la Richmond? ¿Un Visconti que nunca se atrevió a dar el gran salto al vacío? ¿Un Von Aschenbach que escapó de Venecia justo a tiempo? ¿Bajo la modesta boina blanca del radical se ocultaba un león maurrasiano? Es difícil saberlo. En sus novelas, no encontramos ningún personaje masculino que nos revele un pathos específico, que exceda los límites del buen gusto y las convenciones de la moderación. Delfín Heredia –el joven pianista y asesino no confeso de Las ratas– tal vez podría darnos una pista en este sentido, pero apenas tiene catorce años y su visión del mundo no es precisamente la de un dandi; tan solo es un vidrio atávico en el que se adivinan algunos desvelos esteticistas, y en el cual sobre todo se reflejan los fantasmas morales de una rancia estirpe en trance de amoldarse a los nuevos tiempos. Del mismo modo, en La pérdida del reino, Rufino Velázquez es un hombre misterioso y apático, cuya parte maldita se ha desvanecido en un baúl lleno de imágenes mundanas, de talento desperdiciado y tribulaciones endogámicas. Su vida nos conmueve como un solo de violín al final de un cóctel espumante, pero no nos descubre un carácter y un destino necesarios.
En cambio, las figuras femeninas están delineadas con mayor profundidad, en una escala más humana –no exenta de cierta misoginia, lo cual las vuelve aun más interesantes–; son sanguíneas, arácnidas, dionisíacas, transgresoras; en ellas se abre todo un panorama social con sus climas cambiantes, con sus perspectivas múltiples y su dinámica incertidumbre. Paradójicamente, en general, raras veces las voces femeninas asumen funciones narrativas, la exposición del relato suele estar reservada a intermediarios masculinos, pero son las mujeres las que catalizan y determinan el espesor simbólico de la acción, las que atesoran y dan forma a una individualidad que en los hombres queda solapada, o bien se enuncia de manera oblicua y en negativo.
Sostenía Marcel Proust que se puede ser autobiográfico a condición de nunca utilizar la primera persona del singular. Lo cual equivale a decir que se puede contar la propia vida solo desde la mirada de un otro. En esa trayectoria sesgada y difusa que va de yo a otro, la vida individual de cada persona se vacía en la existencia desnuda de todos los hombres y cabe entera en los tres lacónicos datos que ilustran su tumba. Todo lo demás no son sino recuerdos personales, reliquias insignificantes, verdín y microbios. No obstante, aun desde su verdad y su sustancia ilusorias, ese yo es lo único que tenemos.
 ¿Vale la pena detenerse a discutir si es solo una esperanza metafísica o si es –junto con la cultura y el dinero– una de las más viejas y veneradas instituciones pequeño-burguesas? «El destino vacilante de la literatura» –escribió Bianco en uno de sus ensayos más relevantes– «tiene mucho que ver con la enajenación del mundo y la creciente disminución de la individualidad. El mundo humanista es el resultado de un grupo de hombres que pensaron individualmente. Hoy por hoy el humanismo está reemplazado por la ciencia y la técnica, por ese mundo científico en el cual se confía para resolver los problemas que ha de afrontar el género humano». Quizás en esta época, en el apogeo de la aldea global y de las corporaciones electrónicas, esta defensa del humanismo y del individuo, suene un tanto anacrónica. Sin embargo, sigue siendo una hipótesis válida para acercarse a la obra de Bianco, al margen de que no se observan pronósticos mucho más sensatos ni alentadores para el futuro del hombre.




[1]Sobre José Bianco.

Autor nacido en Buenos Aires en 1908 y muerto en la misma ciudad en 1982. Su obra narrativa consta de cuatro títulos: La pequeña Gyaros, Viau y Zona, Buenos Aires, 1932, Seix Barral, 1994; Las ratas, Sur, 1943, Siglo XXI, 1973; Sombras suele vestir, Emecé, 1944; y La pérdida del reino, Siglo XXI, 1972. Buena parte de su obra ensayística se publicó bajo el título de Ficción y realidad, Monte Ávila, 1977.
[2] BIOY CASARES, Adolfo: Borges, Editorial Destino, Barcelona, 2006.
[3] De las muchas traducciones de Bianco, lo menos que podría decirse es que hicieron escuela en la primera mitad del siglo pasado –en buena medida, es la gran escuela Sur de traductores–, siendo luego pirateadas impunemente, como ocurrió con Otra vuelta de tuerca, Los papeles de Aspern y La lección del maestro de Henry James. En muchos casos, como lo fue precisamente el de James, se trata de escritores traducidos por primera vez al castellano. Bianco también tradujo a Giradoux, Genet, Beckett, Sartre, Valéry, Barthes, Green et al. Algunos de estos autores eran bastante novedosos –y excéntricos– respecto al gusto común en la época, tanto en Argentina como en el resto de los países hispanohablantes.
[4] Se trata de tres novelas: de Augusto Roa Bastos, Antonio di Benedetto y Juan José Saer, respectivamente, que ocupan en mi memoria un lugar destacado.
[5] «Dígale a Don Ambrosio que aquí le devuelvo a este caballerito, que no sirve ni servirá para nada, porque cuando encuentra una sombrilla se baja del caballo y se pone a leer». Se dice que con estas duras palabras, el General Rosas restituyó a su progenitor a un adolescente de 14 años que se había empleado para labores rurales en una de sus numerosas estancias. El muchacho así vapuleado era Bartolomé Mitre, futuro sexto Presidente de la Nación.
[6] FACIO, Sara: Witcomb/Nuestro ayer, La Azotea editorial, Buenos Aires, 1991.