“Sé que debo advertir al lector de El arma, de que estos ejercicios no
están inspirados en el amor físico, y menos aún en el de sus amantes”, se
excusaba Héctor Viel Temperley, allá por el año 1953, en una extraña y confusa
nota que intentaba prevenir -y colateralmente inducía- los posibles
malentendidos a los que podía prestarse el poema en cuestión, incluido en Poemas con caballos, escrito a una edad
muy temprana, aunque ya cargado, como toda la obra de este gran poeta, de una
intensa mística fálico-amorosa. Y prosigue: “Pero, aunque reconozca que el
poema puede ser desviadamente interpretado, me niego a comprometer a mis veinte
años -acusándolos de maltratar el referido asunto- en la impresión que causen
sus imágenes y su simbolismo. No puedo hacerlo, porque a la edad en que escribí
El arma, ya sabía que para mantener
en secreto el sentido de un poema como éste, no hay mejor actitud que la de ser
fiel a nuestras sensaciones”.
Quizás se trate tan sólo de la breve y pudorosa
disculpa de un adolescente beato, o tal vez no sea más que una estrategia
autoral de seducción con respecto al misterio del poema. Muy poca cosa a
primera vista. Sin embargo, esta página dice, a su pesar, mucho más de lo que
consigue eludir, y abre disimuladamente un profundo interrogante, ya que ¿cuál
es el “referido y maltratado asunto” contra el cual debemos estar prevenidos al
leer El arma? Y por otro lado: ¿qué
imágenes o símbolos oscuros ha detectado allí el muchacho Viel, cuyo secreto
debe cubrir con un velo? Si leemos atentamente el poema que sigue a la nota, no
resulta fácil intuir, a la distancia, de qué posibles lecturas insidiosas se
está desentendiendo el poeta, pero lo cierto es que se anticipa a ellas, y es
por lo tanto el primero en confesar y manipular su potencial ambiguo, en un
gesto de autorización y de recusación del otro, que cifra in nuce toda su poética.
En este sentido, al leer a contraluz ciertos
versos comprometidos de El arma, no
es tan descabellado suponer que la ambigüedad que el autor simula pagar en su
advertencia como un impuesto de aduana, en el poema resulta una materia de
contrabando explícito. Ya sea en ese raro juego especular entre alma/arma, o en
la alternancia de significantes como vaina/espada donde la cópula aparece
claramente representada, lo que aquí se trafica y celebra no es tanto un
matrimonio místico entre el alma y el cuerpo, sino el goce de un devenir
sensorial en el teatro del auto-erotismo. Dicho en otras palabras: aquí el
cuerpo (el propio) es objeto y a la vez sujeto de un discurso erótico que se
enuncia claramente en el texto, y el alma no es sino el perímetro de clausura,
la vaina o el estuche donde la carne avasallada se desborda, comulga con su
goce y oficia su ritual de inscripción fálica: “Desde mis pies, desde mis
dedos, abro un río/ que va de las rodillas hasta el pecho,/ me desato los
músculos, me parto/ y por mis hombros salto, corro y muerdo./ Tiro mi cuerpo al
suelo y yo me tiro/ sobre mi propio cuerpo con mi cuerpo,/ y, adentro mío, en
un instante empuño/ el arma que eres tú, el amante acero/ que, ya rota su
vaina, a mí me envaine/ cuando muerto de amor lo lance al cielo”.
Vale la pena detenerse un momento en este poema
para hacer notar la particular visión que tiene Viel Temperley sobre la
espiritualidad cristiana y cómo subvierte, ya desde sus comienzos, las figuras
de la poesía mística, a tal punto que ya no se trata, -como podría haber sido
en un San Juan de la Cruz o en un John Donne-, de una retórica femenina de la
comunión nupcial, sino de la eucaristía narcisista y solitaria de un macho
pánico donde, extrañamente, es el alma la que ocupa una posición fálica, la que
empuña y desposa -se diría, incluso que desflora-, al cuerpo abierto como un
río, una cuenca o vulva anonadada. Ya desde sus comienzos, en la poesía de
Viel, la neurosis mística y la ansiedad priápica se confunden. El homo religious y el homo venereus, el hombre que se humilla delante de una cruz y el
hombre que se zambulle extasiado en una piscina -como luego lo hará en Crawl-, son uno y el mismo hombre que se
crucifica en su “ano-nadamiento”.
El horror de este bien que me das” -decía Paul
Claudel en un poema dedicado a la memoria del Dante- “¡hay una mujer en ti para
anonadarse!”. En francés, el verbo anonadar implica quizás un sentido más
severo que en español, ya que anéantir
puede significar tanto “reducir a nada” o “destruir completamente” como
“ahogar”, “aplastar”, “pisotear” o incluso “atormentar hasta la muerte”. Este
enigmático versículo de Claudel que evoca los atributos de Beatriz como
delegada de los cielos, y en el que también están presentes, en cierto modo, la
Justine de Sade y las meretrices de Baudelaire, resulta particularmente
revelador si lo pensamos en conexión con los supuestos cargos de los que Viel
se defiende en la advertencia citada al principio de esta nota, así como en
correspondencia con el tour de force
de ese sorprendente cuadro de auto-copulación que se realiza con el cuerpo
feminizado por el alma/arma, sugerido o más bien explícito en “tiro mi cuerpo
al suelo y yo me tiro/ sobre mi propio cuerpo con mi cuerpo”. Es sobre las
ruinas acariciadas y presentidas en secreto, de ese cuerpo hecho a imagen y
semejanza de una espada, a la par que ensartado por ella, donde Viel alzará
luego un castillo o templo en el que ponerse al abrigo de esa primera
desgarradura narcisística. Amarás a tu cuerpo como a ti mismo, podría estar
escrito en el pórtico de dicho templo. Y así como amar al propio cuerpo, en la
poesía de Viel Temperley, es llegar a desconocerlo por completo, ocultar la
herida es cultivarla cuidadosamente. Como si el poeta pudiera decirnos, con San
Agustín: “era repugnante y la amé; amé mi propia muerte; amé mi propia caída;
no el objeto de su causa, sino mi propia caída”.
Pero si Viel ama y santifica su propia caída, si
se muestra de a ratos como un converso agustiniano y se retira a orar en el
desierto, lo hace disfrazado de boy-scout
al abrigo de una bolsa de dormir. Y así como el severo Dios del cristianismo
puede caber en una publicidad de vermut o en el pequeño envoltorio de una hoja
de afeitar marca “Legión Extranjera”, la aventura mística de este poeta puede
compendiarse en un catecismo vitalista cuyos sacramentos se pronuncian con los
pectorales inflamados, en la ducha caliente de un vestuario, o a cielo abierto,
bajo la luz hipnótica de un sol de noche. De igual modo, su escritura se
regodea a conciencia en un fresco y cordial amateurismo, manteniéndose a salvo
y casi virgen de toda pedantería literaria, para producir en definitiva esa sensación
tan particular de una charla de boliche en la cual el orador principal sería
una mezcla de San Juan el Bautista y Enrique Cadícamo —o de viejo burrero y
monje cartujo— que nos cuenta sus hazañas religiosas, físicas y sentimentales,
con voz profunda y engominada, mientras empina un Campari con aceitunas y papas fritas.
Sin embargo, a pesar de su diletantismo, de sus cadencias
y analogías ventiladas con aparente descuido, Viel no es ningún aficionado.
Nunca podría serlo, ya que en su silvestre capilla personal, se intenta llevar
a cabo un culto en el que él mismo oficia de neófito a la vez que de sumo
sacerdote. Ahí está Hospital Británico,
para testimoniar que el poeta no sólo podía salmodiar de memoria sus propios
misterios dolorosos y gloriosos -como si hiciera girar las cuentas de un
rosario-, sino que también podía recorrer con los ojos vendados cada una de las
estaciones de su vía crucis personal. Y es precisamente en ese libro póstumo,
concebido y escrito desde la cima del calvario, donde Viel vuelve sobre sus
pasos y se revela como el más minucioso salmista de sí mismo. Acurrucado en su
lecho de enfermo, repasa temblando ciertos pasajes de sus libros; frota sus
imágenes aladinas, las copia sobre un papel carbónico -que en realidad es papel
biblia-; escribe al dictado, espoleando al caballo remiso del automatismo, pero
es como si tratara de mojarse los labios con una esponja seca, porque las palabras
se escurren en su boca, giran en todos los sentidos, entran y salen del poema
como astillas mentales que no terminan de realizarse ni de esfumarse en su
fragmentariedad alucinada.
Escribe en Hospital
Británico: “Alguien me odió ante el sol al que mi madre me arrojó. Necesito
estar a oscuras, necesito regresar al hombre. No quiero que me toque la
muchacha, ni el rufián, ni el ojo del poder, ni la ciencia del mundo. No quiero
ser tocado por los sueños”. Y es como si el poeta afirmara, desde su situación
sacrificial, que el amor más puro, el más reparador y benevolente, es el amor sui o amor de sí, y su cumplimiento
último sería aquél en el que la madre o el alma -para el caso resulta lo mismo- dilata la imagen en el espejo, enaltece e informa de virilidad a ese animal
anónimo que luego se cristalizará en un cuerpo con nombre propio. Te prohíbo
que me toques, le dice aquí el cuerpo clausurado en su secreto, queriendo
preservarse en la torre de lo idéntico y obligando, en efecto, a volver cada
vez a un nuevo punto de partida, a suspender el juicio y el fluir del tiempo en
el anhelo de un perdón que nunca alcanza, una síntesis objetiva que sólo en la
ausencia puede plasmarse.
En un ensayo titulado La muerte de la catedrales, Marcel Proust imaginaba un cristianismo
futuro en el cual, ya disipados los cimientos de la doctrina, sólo subsistirían
las osamentas hieráticas de las iglesias como efigies mudas y glaciales,
delimitando un ceremonial en el que algunos hombres proseguirían representando
el papel de creyentes y otros el de sacerdotes. Este carácter de simulacro y esta
devoción por el secreto —aun a costa del significado mistérico—, se repiten
obsesivamente en la poesía de Viel Temperley: poesía que suele venerar los
espacios abiertos como muelles, playas solitarias o llanuras, y sin embargo
abunda en imágenes de lugares celosamente protegidos como fortines, conventos,
rascacielos o pabellones de hospital. Centros de imantación y espejismo
sensorial, estos lugares son como una especie de falo-grama en casi todos sus
libros, y lo que intentan defender, bajo su fachada estricta y sus señales
enigmáticas, es quizás la memoria de una identidad arcádica, de un estado de
comunión entre el cuerpo y el alma, que alguna vez pudo hacerse realmente
efectivo.
De ahí que buena parte de las imágenes en la obra
de Viel, pese a su espontánea matemática sinestésica y su engañoso vitalismo,
parezcan como forradas con un denso terciopelo agonístico y estén sometidas a
un régimen más icónico que legítimamente sensorial: fuera del ritual de
adoración que las congrega -y a la vez bloquea su sentido último-, dichas imágenes
recurrentes no muestran nada, o muestran lo que ocultan; del mismo modo que el
cuerpo, disgregado en el anonimato, nunca termina de confesar su anagnórisis y
se rehúsa a adoptar una forma completamente carnal o espiritual.
Y así como el hombre en Viel se arrodilla dentro
de su cuerpo como en una basílica abandonada o en una playa desierta, puesto
que el propio cuerpo es la cosa más ajena e incomprensible, el mar en que se
zambullen sus nadadores litúrgicos está hecho de olas montañosas y amargas,
aunque vaciadas de sentido y llevadas por el viento del azar y la incompletud.
Un mar que no supone ya ningún peligro y que, sin embargo, nos hace temblar; un
mar amurallado en esa nada que un falso guardavidas vigila férreamente desde su
garita y sus largos prismáticos. “Eli Eli lama sabachthani” exclama el poeta-guardavidas adentrándose en esas
templadas aguas del origen: da una brazada y otra, toma aire, pero ¿cuál aire?,
y reza una plegaria, siempre una plegaria más, por la nada que lo sobrecoge y
por aquella otra, irrepresentable, que el poema, con sus resonancias creadoras,
dramatiza y desdobla en el suspenso de sus preámbulos interminables, en sus
fechas proféticas y sus variaciones autobiográficas, así como en la solemne
ironía que no alcanza a disipar la sombra de una derrota.