Empecemos
por el final. En el último texto de Máquina de trinar, como si
regresara de una amnesia momentánea o como si despertara de un sueño y quisiera
recordar en qué punto se encontraba, Walter Cassara se pregunta: "¿Qué
estaba diciendo? ¿Qué quería decir?".
Su respuesta, no desprovista
de cierta gracia evasiva, se dirige a restar importancia al peso de aquello que
llamamos autor, al declarar que "todas las páginas de un libro terminan
por borrarse en la neblina de silencio de la cual surgieron". A modo de
arte poética o petición de principios, el enunciado no hace otra cosa que
confirmar la sensación que recorre la lectura del libro: la de una extrema
fugacidad del decir poético, condición necesaria para su cumplimiento.
Dicho de otro modo, cada
poema parece haber sido escrito por el movimiento del ala de un pájaro que nos
da el tiempo exacto para leerlo, justo antes de ser borrado por el movimiento
siguiente. En esta visión de lo efímero como condición del poema radica también
la belleza, siempre serena, de cada pieza.
Poemas breves, de enunciados
que renuncian a cualquier forma de énfasis, cada pieza a su tiempo deviene en
un instante del lenguaje, y en conjunto constelan un friso de miniaturas que
dialogan entre sí más allá de la letra. En el primer poema, la escena nocturna,
a cielo abierto, anuncia la sombra de una voz que se aventura a "sucumbir
a su catástrofe", que no puede ser otra que la caída en el habla, o mejor
dicho, en la escritura. Lanzada, acaso como el golpe de dados mallarmeano, la
voz funda el núcleo de los poemas, donde el sujeto del decir se vuelve asimismo
objeto de lo dicho, y crea el espacio propicio para el suceder del yo lírico.
Es justamente ese espacio, el
de la lírica, el que se pone en juego en el libro. De allí que las referencias
espaciales o el mundo de los objetos entren al poema bajo un prisma
impresionista, asordinado, que sólo les da paso a condición de que no
interfieran en la construcción precisa del verso. "Aunque se confundan con
la carne/ las palabras no son ningún problema", escribe Cassara, siguiendo
sin dudas a Mallarmé, que supo que "la carne es triste", y que las
palabras, y no el motivo, dan vida a un poema.
Cassara procede a desarmar
con paciencia, en cada poema de la serie, la fijeza del motivo. "¿A quién
le importa lo que decís/ y si el patetismo, como una cinta deslizada al revés/
es efecto de una sintaxis sibilina, o no?" En la deliberada retórica de la
pregunta, el poeta reafirma las reglas de su oficio y redobla la apuesta por
una poesía que, lejos de los arrebatos de la espontaneidad o la búsqueda de
efectismos, se confía al rigor de la composición.
Un cuarto austero, la noche
como presencia o acontecimiento, vestigios del amor; la niñez, el agua y los
pájaros son las constantes de ese marco referencial mínimo que señalábamos más arriba.
El título del libro, Máquina de trinar, está tomado en
"préstamo" de un cuadro de Paul Klee. No es ociosa pues la figura
repetida de los pájaros en los poemas, figura que no debe ser entendida ni como
alegoría ni como observaciones del natural.
Esas presencias, el
"pájaro como un catre plegable", "el pájaro de hojalata" o
"el mirlo de trapo", para citar algunos ejemplos, parecen estar allí
como agentes de una metamorfosis, la que da origen al canto, la que lo hace posible.
Pero algo altera lo que, se supone, se espera de esa máquina. Cuando leemos
"trinar es triturar" nos encontramos otra vez en el pasaje del
silencio -que ha sido roto- al habla. La máquina, entonces, opera una
dialéctica de creación-destrucción, aparición y ocultamiento de la palabra.
La metáfora del canto
reaparece en otro verso luminoso: "No tiene fin lo que cantan las
noctilucas". Esas criaturas, "luciérnagas de mar", para
llamarlas de algún modo, dejan a su paso un resplandor, una fosforescencia que
perdura en el agua, como las palabras de un poema, que dejan su huella en la
mente del lector una vez que ha cerrado el libro.
Como en Juegos
apolíneos y El paseo del ciclista , Walter Cassara
(Buenos Aires, 1971) pone en entredicho, con este nuevo libro, el cliché
aglutinador "poetas de los 90". Su contribución al malentendido, en
todo caso, consiste en poner en tensión las máscaras que reviste la ansiedad de
la novedad con la tradición de la lírica. Una tradición que antecede en el
tiempo, por cierto, a la poesía publicada en la Argentina en los últimos quince
años.
©Sandro Barrella
Publicado
en Cultura/La Nación: 13-5-2007