miércoles

La vigilia silvestre del boy scout

 
“Sé que debo advertir al lector de El arma, de que estos ejercicios no están inspirados en el amor físico, y menos aún en el de sus amantes”, se excusaba Héctor Viel Temperley, allá por el año 1953, en una extraña y confusa nota que intentaba prevenir -y colateralmente inducía- los posibles malentendidos a los que podía prestarse el poema en cuestión, incluido en Poemas con caballos, escrito a una edad muy temprana, aunque ya cargado, como toda la obra de este gran poeta, de una intensa mística fálico-amorosa. Y prosigue: “Pero, aunque reconozca que el poema puede ser desviadamente interpretado, me niego a comprometer a mis veinte años -acusándolos de maltratar el referido asunto- en la impresión que causen sus imágenes y su simbolismo. No puedo hacerlo, porque a la edad en que escribí El arma, ya sabía que para mantener en secreto el sentido de un poema como éste, no hay mejor actitud que la de ser fiel a nuestras sensaciones”.
    Quizás se trate tan sólo de la breve y pudorosa disculpa de un adolescente beato, o tal vez no sea más que una estrategia autoral de seducción con respecto al misterio del poema. Muy poca cosa a primera vista. Sin embargo, esta página dice, a su pesar, mucho más de lo que consigue eludir, y abre disimuladamente un profundo interrogante, ya que ¿cuál es el “referido y maltratado asunto” contra el cual debemos estar prevenidos al leer El arma? Y por otro lado: ¿qué imágenes o símbolos oscuros ha detectado allí el muchacho Viel, cuyo secreto debe cubrir con un velo? Si leemos atentamente el poema que sigue a la nota, no resulta fácil intuir, a la distancia, de qué posibles lecturas insidiosas se está desentendiendo el poeta, pero lo cierto es que se anticipa a ellas, y es por lo tanto el primero en confesar y manipular su potencial ambiguo, en un gesto de autorización y de recusación del otro, que cifra in nuce toda su poética.
    En este sentido, al leer a contraluz ciertos versos comprometidos de El arma, no es tan descabellado suponer que la ambigüedad que el autor simula pagar en su advertencia como un impuesto de aduana, en el poema resulta una materia de contrabando explícito. Ya sea en ese raro juego especular entre alma/arma, o en la alternancia de significantes como vaina/espada donde la cópula aparece claramente representada, lo que aquí se trafica y celebra no es tanto un matrimonio místico entre el alma y el cuerpo, sino el goce de un devenir sensorial en el teatro del auto-erotismo. Dicho en otras palabras: aquí el cuerpo (el propio) es objeto y a la vez sujeto de un discurso erótico que se enuncia claramente en el texto, y el alma no es sino el perímetro de clausura, la vaina o el estuche donde la carne avasallada se desborda, comulga con su goce y oficia su ritual de inscripción fálica: “Desde mis pies, desde mis dedos, abro un río/ que va de las rodillas hasta el pecho,/ me desato los músculos, me parto/ y por mis hombros salto, corro y muerdo./ Tiro mi cuerpo al suelo y yo me tiro/ sobre mi propio cuerpo con mi cuerpo,/ y, adentro mío, en un instante empuño/ el arma que eres tú, el amante acero/ que, ya rota su vaina, a mí me envaine/ cuando muerto de amor lo lance al cielo”.
    Vale la pena detenerse un momento en este poema para hacer notar la particular visión que tiene Viel Temperley sobre la espiritualidad cristiana y cómo subvierte, ya desde sus comienzos, las figuras de la poesía mística, a tal punto que ya no se trata, -como podría haber sido en un San Juan de la Cruz o en un John Donne-, de una retórica femenina de la comunión nupcial, sino de la eucaristía narcisista y solitaria de un macho pánico donde, extrañamente, es el alma la que ocupa una posición fálica, la que empuña y desposa -se diría, incluso que desflora-, al cuerpo abierto como un río, una cuenca o vulva anonadada. Ya desde sus comienzos, en la poesía de Viel, la neurosis mística y la ansiedad priápica se confunden. El homo religious y el homo venereus, el hombre que se humilla delante de una cruz y el hombre que se zambulle extasiado en una piscina -como luego lo hará en Crawl-, son uno y el mismo hombre que se crucifica en su “ano-nadamiento”.
    El horror de este bien que me das” -decía Paul Claudel en un poema dedicado a la memoria del Dante- “¡hay una mujer en ti para anonadarse!”. En francés, el verbo anonadar implica quizás un sentido más severo que en español, ya que anéantir puede significar tanto “reducir a nada” o “destruir completamente” como “ahogar”, “aplastar”, “pisotear” o incluso “atormentar hasta la muerte”. Este enigmático versículo de Claudel que evoca los atributos de Beatriz como delegada de los cielos, y en el que también están presentes, en cierto modo, la Justine de Sade y las meretrices de Baudelaire, resulta particularmente revelador si lo pensamos en conexión con los supuestos cargos de los que Viel se defiende en la advertencia citada al principio de esta nota, así como en correspondencia con el tour de force de ese sorprendente cuadro de auto-copulación que se realiza con el cuerpo feminizado por el alma/arma, sugerido o más bien explícito en “tiro mi cuerpo al suelo y yo me tiro/ sobre mi propio cuerpo con mi cuerpo”. Es sobre las ruinas acariciadas y presentidas en secreto, de ese cuerpo hecho a imagen y semejanza de una espada, a la par que ensartado por ella, donde Viel alzará luego un castillo o templo en el que ponerse al abrigo de esa primera desgarradura narcisística. Amarás a tu cuerpo como a ti mismo, podría estar escrito en el pórtico de dicho templo. Y así como amar al propio cuerpo, en la poesía de Viel Temperley, es llegar a desconocerlo por completo, ocultar la herida es cultivarla cuidadosamente. Como si el poeta pudiera decirnos, con San Agustín: “era repugnante y la amé; amé mi propia muerte; amé mi propia caída; no el objeto de su causa, sino mi propia caída”.
    Pero si Viel ama y santifica su propia caída, si se muestra de a ratos como un converso agustiniano y se retira a orar en el desierto, lo hace disfrazado de boy-scout al abrigo de una bolsa de dormir. Y así como el severo Dios del cristianismo puede caber en una publicidad de vermut o en el pequeño envoltorio de una hoja de afeitar marca “Legión Extranjera”, la aventura mística de este poeta puede compendiarse en un catecismo vitalista cuyos sacramentos se pronuncian con los pectorales inflamados, en la ducha caliente de un vestuario, o a cielo abierto, bajo la luz hipnótica de un sol de noche. De igual modo, su escritura se regodea a conciencia en un fresco y cordial amateurismo, manteniéndose a salvo y casi virgen de toda pedantería literaria, para producir en definitiva esa sensación tan particular de una charla de boliche en la cual el orador principal sería una mezcla de San Juan el Bautista y Enrique Cadícamo —o de viejo burrero y monje cartujo— que nos cuenta sus hazañas religiosas, físicas y sentimentales, con voz profunda y engominada, mientras empina un Campari con aceitunas y papas fritas.
Sin embargo, a pesar de su diletantismo, de sus cadencias y analogías ventiladas con aparente descuido, Viel no es ningún aficionado. Nunca podría serlo, ya que en su silvestre capilla personal, se intenta llevar a cabo un culto en el que él mismo oficia de neófito a la vez que de sumo sacerdote. Ahí está Hospital Británico, para testimoniar que el poeta no sólo podía salmodiar de memoria sus propios misterios dolorosos y gloriosos ­-como si hiciera girar las cuentas de un rosario-, sino que también podía recorrer con los ojos vendados cada una de las estaciones de su vía crucis personal. Y es precisamente en ese libro póstumo, concebido y escrito desde la cima del calvario, donde Viel vuelve sobre sus pasos y se revela como el más minucioso salmista de sí mismo. Acurrucado en su lecho de enfermo, repasa temblando ciertos pasajes de sus libros; frota sus imágenes aladinas, las copia sobre un papel carbónico -que en realidad es papel biblia-; escribe al dictado, espoleando al caballo remiso del automatismo, pero es como si tratara de mojarse los labios con una esponja seca, porque las palabras se escurren en su boca, giran en todos los sentidos, entran y salen del poema como astillas mentales que no terminan de realizarse ni de esfumarse en su fragmentariedad alucinada.
    Escribe en Hospital Británico: “Alguien me odió ante el sol al que mi madre me arrojó. Necesito estar a oscuras, necesito regresar al hombre. No quiero que me toque la muchacha, ni el rufián, ni el ojo del poder, ni la ciencia del mundo. No quiero ser tocado por los sueños”. Y es como si el poeta afirmara, desde su situación sacrificial, que el amor más puro, el más reparador y benevolente, es el amor sui o amor de sí, y su cumplimiento último sería aquél en el que la madre o el alma -para el caso resulta lo mismo- dilata la imagen en el espejo, enaltece e informa de virilidad a ese animal anónimo que luego se cristalizará en un cuerpo con nombre propio. Te prohíbo que me toques, le dice aquí el cuerpo clausurado en su secreto, queriendo preservarse en la torre de lo idéntico y obligando, en efecto, a volver cada vez a un nuevo punto de partida, a suspender el juicio y el fluir del tiempo en el anhelo de un perdón que nunca alcanza, una síntesis objetiva que sólo en la ausencia puede plasmarse.
    En un ensayo titulado La muerte de la catedrales, Marcel Proust imaginaba un cristianismo futuro en el cual, ya disipados los cimientos de la doctrina, sólo subsistirían las osamentas hieráticas de las iglesias como efigies mudas y glaciales, delimitando un ceremonial en el que algunos hombres proseguirían representando el papel de creyentes y otros el de sacerdotes. Este carácter de simulacro y esta devoción por el secreto —aun a costa del significado mistérico—, se repiten obsesivamente en la poesía de Viel Temperley: poesía que suele venerar los espacios abiertos como muelles, playas solitarias o llanuras, y sin embargo abunda en imágenes de lugares celosamente protegidos como fortines, conventos, rascacielos o pabellones de hospital. Centros de imantación y espejismo sensorial, estos lugares son como una especie de falo-grama en casi todos sus libros, y lo que intentan defender, bajo su fachada estricta y sus señales enigmáticas, es quizás la memoria de una identidad arcádica, de un estado de comunión entre el cuerpo y el alma, que alguna vez pudo hacerse realmente efectivo.
De ahí que buena parte de las imágenes en la obra de Viel, pese a su espontánea matemática sinestésica y su engañoso vitalismo, parezcan como forradas con un denso terciopelo agonístico y estén sometidas a un régimen más icónico que legítimamente sensorial: fuera del ritual de adoración que las congrega -y a la vez bloquea su sentido último-, dichas imágenes recurrentes no muestran nada, o muestran lo que ocultan; del mismo modo que el cuerpo, disgregado en el anonimato, nunca termina de confesar su anagnórisis y se rehúsa a adoptar una forma completamente carnal o espiritual.
Y así como el hombre en Viel se arrodilla dentro de su cuerpo como en una basílica abandonada o en una playa desierta, puesto que el propio cuerpo es la cosa más ajena e incomprensible, el mar en que se zambullen sus nadadores litúrgicos está hecho de olas montañosas y amargas, aunque vaciadas de sentido y llevadas por el viento del azar y la incompletud. Un mar que no supone ya ningún peligro y que, sin embargo, nos hace temblar; un mar amurallado en esa nada que un falso guardavidas vigila férreamente desde su garita y sus largos prismáticos. “Eli Eli lama sabachthani exclama el poeta-guardavidas adentrándose en esas templadas aguas del origen: da una brazada y otra, toma aire, pero ¿cuál aire?, y reza una plegaria, siempre una plegaria más, por la nada que lo sobrecoge y por aquella otra, irrepresentable, que el poema, con sus resonancias creadoras, dramatiza y desdobla en el suspenso de sus preámbulos interminables, en sus fechas proféticas y sus variaciones autobiográficas, así como en la solemne ironía que no alcanza a disipar la sombra de una derrota.

 



 

lunes

Esculpir el vacío en un átomo de tiempo


Al norte de la costa peruana, a unos pocos kilómetros de la ciudad de Trujillo, existe un distrito –fundamentalmente dedicado a la industria agraria– que se llama Laredo, cuya memoria histórica se remonta a los primeros avatares de la Colonia española y a los vaivenes económicos de una vieja hacienda azucarera, a la cual este distrito le debe prácticamente todo: su topónimo y su escudo, su modesta realidad y sus módicas leyendas, su imperceptible apogeo y su crepúsculo inmutable. También le debe la existencia de su principal –y por ahora, único– poeta, José Watanabe, que nació y pasó toda su infancia allí, entre altos sembradíos de caña, chumberas y sauces, y entre vestigios arqueológicos de culturas pre-incaicas como la mochica y la cupinisque, con sus huacas taciturnas, sus balsas de totora y sus dioses de barro sepultados en los meandros del río Moche. Al norte del Perú, la cordillera de los Andes serpentea y se hace un nudo frente al Océano Pacífico: el mundo abigarrado y húmedo de la selva amazónica se arrima al seco retraimiento de la sierra; ambos se funden y convergen en las riadas de un extenso valle, para luego deshacerse abruptamente en los arenales de la costa. Laredo es una llanura incendiada que flamea entre la montaña y la playa; anhela la embriaguez del mar pero se vuelve hacia el plutonismo de la roca; su carácter es mineral, arcaico, uterino, brota sigiloso de las entrañas de la tierra; su genio se adhiere a la eternidad y a lo anónimo de la piedra.
    Así, al menos, se deja traslucir en la poesía de Watanabe, donde casi siempre aparece aludido al sesgo, de un modo tenue y horizontal, nunca de manera directa o solemne, sino más bien todo lo contrario: aparece como un lugar íntimo, transfigurado y perpetuado en la mirada de la infancia; esto es, también, que emerge como un vértice en el cual se sostiene el pasado –el otro vértice sería el cuerpo: la biografía elemental, aleatoria, que bosqueja por sí solo todo cuerpo–. Lo más destacado en el imaginario watanabeano son estas extrañas resonancias entre el lugar de nacimiento y el lugar del propio cuerpo; no tan extrañas, en verdad, ya que el cuerpo –bien mirado– es el locus por definición y por defecto, es el único y exacto sitio que habitamos, la única y exacta cartografía de nuestra existencia. No hay, no puede haber otra, al menos en este mundo. Y el cuerpo, sin embargo, es algo que apenas conocemos y que no nos pertenece en absoluto, algo sin heredad ni continuación posible, algo que se perderá irrefutablemente. Con el cuerpo nos es servida en bandeja la conciencia universal de la muerte, y con ello la sensación de que poseemos una individualidad acuñable, la ilusión de que gozamos de los derechos de una biografía, de una genealogía propia y hasta de un destino propio, que debemos eternizar a toda costa. No obstante, este individuo tan querido y tan novelado, este feudo liliputiense que llamamos yo no puede sino salir a ondear sus vértigos al término de todo, con la firme insignia común a todo y a todos, que es la nada, puesto que la vida no es otra cosa que esa nada que se nos transparenta en la muerte; la vida es esa nada que le debemos a la muerte, ese cuerpo –con su yo hipotético– que le tenemos arrendado a la muerte.
    Todo lo que la palabra poética tiene de poder connotativo, toda su potencia significante y maravillosa, ya está debidamente denotado y acotado en el imprescindible glosario de la muerte. Esta parábola –digamos– no es geográfica sino fisiológica, existencial; no puede rastrearse con ningún sistema de coordenadas, porque es la parábola errática que supone toda vida, toda escritura, toda vida embargada por la escritura. Esto lo ha apuntado muy bien Watanabe en un poema de El huso de la palabra (1989) que se titula «Los versos que tarjo». En buena medida, todo el texto es un hábil subterfugio para resucitar ese arcaísmo, totalmente sepultado en el olvido: “tarjar”, que hoy daríamos por sinónimo artificioso de tachar o rotular, pero que en realidad viene de «tarja», adminículo que antiguamente cumplía la función –digamos– de libreta de gastos del paleto rural (y no tan rural); esto es: una cañita o palo que se empleaba en el comercio para asentar los débitos contraídos por víveres u otros suministros. Entonces, una compra valía por una raya en la caña, una muesca equivalía a una responsabilidad de pago. Watanabe transporta este basto mecanismo contractual, con toda su lógica mercantil y sus posibilidades simbólicas, a la actividad sedentaria de la escritura, que conlleva muchas veces un puro malgasto de materia gris y tabaco (en el mejor de los casos), que culmina en el desaliento y el compromiso neurótico con uno mismo, perpetuamente aplazado.
 
Las palabras no nos reflejan como los espejos, así exactamente,
pero quisiera.
Escribo con una pregunta obsesiva en las orejas:
¿Es esta la palabra exacta o es el amague de otra
que viene
            no más bella sino más especular?
Por esta inseguridad
tarjo,         
toda la noche tarjo, y en el espejo que aún porfío
solo queda figura borrosa, mutilada, malograda.
Es como si cumpliera la amenaza de la madre
                                               sibilina
al niño que estaba descubriéndose, curioso,
                                               en su imagen:
“Tanto te miras en el espejo
que un día terminarás por no verte”.
Los versos que irreprimiblemente tarjo
          se llevarán siempre mi poema.
 
En esa búsqueda infructuosa de la palabra justa, siempre hostigada de cerca por la muerte, nos dice: «tarjo/ toda la noche tarjo/ y en el espejo que aún porfío/ solo queda una figura borrosa, mutilada, malograda». ¿Por qué no puso «tacho» en vez de tarjo, que puede sonar, quizás, medio rebuscado? Watanabe no era amigo de giros exóticos ni de antiguallas gratuitas, más bien lo contrario; si planta aquí esa expresión –que obviamente no se corresponde del todo con lo que muestra el étimo– es por su pelaje rústico y excepcional; como si en la remotísima tarja campesina se computasen deudas o derrotas de otra índole, y los tachones no significaran solo versos fallidos, que se enmendarán o se echarán a la basura, sino machetazos, heridas, flaquezas en curso: palabras, cosas, insomnios que se van cargando a cuenta de la muerte. Por lo demás, el Diccionario de Autoridades de la RAE registra el uso de este verbo en Quevedo, con unas líneas burlescas que validan su procedencia popular: «Va prestando Navidades/ como quien no dice nada,/ y porque no se le olviden/ con las arrugas las tarja». En estos versos, el sujeto de la oración es el tiempo, retratado cáusticamente como un mercader viscoso y ladino: el tiempo como esquivo tesorero de la Parca, como amanuense de achaques y esqueletos –se entiende–. Por otra parte, con su menuda fama de almacén, la palabreja ¿no esconde, si se la mira a contraluz, un regusto trilceano o vallejeano? Ya se sabe, hay mucho Quevedo en Vallejo –y viceversa–. Hay un Quevedo clásico y hay también un Quevedo anónimo que tarja toda la literatura contemporánea en nuestra lengua, principalmente la de vanguardia. Hay un Quevedo para cada época y para cada castellano. Y de alguna forma, Quevedo le llega a Watanabe ya lexicalizado, ya andinizado –si cabe decirlo así– por Vallejo, con quien comparte algo más que unas simples coordenadas geográficas o una fortuita hermandad regional.
    La experiencia del poeta madura en cohabitación diaria con la experiencia prístina del niño; prospera no tanto en el bosquejo mecánico de una cronología individual como en las reminiscencias oblicuas de una mentalidad arcaica, que no ha sido ocupada plenamente por el documento (o el auto) biográfico, ni ha renunciado aún a su genealogía salvaje. Los vínculos parentales son referencias constantes en el ámbito watanabeano; el padre, la madre, los hermanos, se cruzan a menudo en el devenir del poema, fusionados con el atisbo minucioso de la naturaleza y con el paisaje natal, bajo una fuerte impronta de clan y de leyenda. Aquí vemos a la madre, entre trapos y menesteres de cocina, pelando unos cuyes para alimentar a su numerosa prole, ella misma transfigurada en un cazo de hierro hollinado, con toda su severa ternura a cuestas y la lengua afilada como un dragón chino. El discurrir –lento y diáfano– del verso de Watanabe, inducido quizás por ese aire como de languidez incaica u oriental, propio del español que se habla en los pueblos de los Andes centrales; ese español de cobre, aireado y pedregoso de la Sierra peruana, sutilmente entretejido con la dulzura del quechua y los secretos del aimara; ese castellano bien criollo, castizo, mestizo, peruanísimo, que Vallejo ya había auscultado en su gramática más íntima; ese lenguaje vivo, retablo ambulante, tienda coral de los fabulistas de taberna, los filósofos ignotos, las viejas santurronas y los cholitos descalzos, aparece de muchas maneras en la imaginería aldeana de nuestro autor, aunque casi siempre proyectado sobre la figura de la madre; en ese orden o desorden mítico de la intuición primitiva, que eleva –y a veces, aterroriza– al horizonte luminoso de la infancia. Venimos de ese it animal y regresamos a ello, constantemente: a esa temperatura de mamífero, esos calores y esas secreciones de mamífero que reverberan en las palabras de la tribu, cuando se dicen por boca de una madre, cuando se templan en el olor de una madre.
    La infancia infantilizada, académica, es decir: la infancia higienizada e idiotizada por los adultos, rápidamente aprende a desconocer ese olor y ese rumor de la especie que siempre evocan las sudoraciones, la saliva, los intestinos, el menstruo, toda la alquimia de efluvios domésticos, toda la animalidad o humanidad áspera, contenida en la madre. «Por un flanco débil/ y breve» –escribe Watanabe en unas líneas que abordan, sin ningún rebozo, este tema–, «entre su seno y su axila, mi madre era tierna.// Qué olor tan profundo, basal y glandular./ Su ternura/ tenía intensa biología.// ¿Por qué le exigías más,/ ojo con lágrimas?». Este poema tan conciso, que se ha citado entero, se titula sugestivamente «Desagravio» y resume, en buena medida, esa tensión característica en la escritura de Watanabe entre la oscuridad de la vida elemental –representada, en este caso, por los recios vahos maternos– y el orden aséptico, tibio, consciente, que se vincula con el desapego de las impresiones visuales y de la mirada adulta. Pero, ¿quién ha afrentado a quién, el hijo a la madre, o al revés? ¿Quién debe perdonar a quién? El ojo, aquí, se hace endocrino, se vuelve también él «basal y glandular», cede y se postra delante de una llamada primigenia que excede toda blandura romántica o gentil: una visión que le llega directamente desde el hipotálamo, esto es, que cala en lo más hondo de la memoria orgánica.
    Se ha hablado mucho acerca de la importancia del padre en la formación estética de Watanabe, pero la verdad es que este resulta una figura más bien distante, alegórica o cultural, incluso literaria (el padre era japonés y le leía haikus al pequeño), que para nada tiene esa gravitación directa –y a menudo, vejatoria y psicológicamente conflictiva– que sí alcanza la madre, con sus decires agrestes y su buena fe campesina, porfiada de ingenua malicia. Entre paréntesis, el poeta solía contar en los reportajes, siempre con una risita de beneplácito, que cuando le dio a leer su primer libro y le preguntó qué opinaba, el veredicto de la madre fue inapelable: «envuelves mierda en papel bonito» –le dijo–. Lo cual puede darnos una medida íntegra de lo afilada que andaría esta paisana para aguijonear en la mente retorcida del hijo –y en la mente de cualquier literato moderno, en general–; tan afilada estaría que Watanabe alguna vez la puso a intervenir de oficio en un hipotético certamen literario, en una página de Cosas del cuerpo donde el fantasma póstumo de la dura señora se manifiesta como su alter ego o su propia conciencia estética, calificando desde el más allá la aportación de los jóvenes concursantes: «En las páginas de ustedes, muchachos, la muerte/ tiene más nombres que la vida/ y baila/ ebria,/ sonora, las mejillas pintadas como muñeca de teatro y literatura./ Solo un verso brillante, solo dos,/ y el resto/ puras fintas, me dice/ la jurado». Y el poema concluye con estas líneas que son toda una declaración de fe del autor: «La muerte/ de verdad/ es como la poesía: mírala venir/ como una forma/ de la templanza».
    La madre es la voz en off –voz tribal, verbo rústico, almacenado en el hipotálamo– que juzga siempre con desdeñoso realismo las flojeras sentimentales de su lagartito; en cierta forma, esta voz es masculina, calcárea y hasta castrense, y al no dejarse enternecer o engatusar con las chucherías librescas del hijo, actúa como un contrapeso crítico, un cable a tierra de la mirada nipona, vaporosa, «feminoide» y estetizante, que suponemos herencia del padre nikkei. En este sentido, como resultado de un particular mestizaje, que es tanto étnico como metafísico, bien podría afirmarse –cosa que algunos comentaristas ya han apuntado– que la poesía de Watanabe es producto de una doble decantación de la mirada, en la cual lo prosaico se rectifica constantemente en lo lírico –y viceversa–; lo material mundano se espiritualiza o sacraliza, del mismo modo que las cualidades físicas de las cosas se entretejen con sus cualidades morales. Análogamente, el código familiar o gregario se entrecruza con el código fantástico o solitario; la historia individual, los recuerdos particulares, que creemos necesariamente privativos de un sujeto (o bien de su cónyuge y su psicólogo), se revisten con las fórmulas de la memoria colectiva, dialogan con las anécdotas y apotegmas, con la tradición gnómica de una comunidad determinada.
    Lo colectivo es el gran animal que invocan todas las fábulas, lo colectivo como expresión de lo más íntimo o mejor amalgamado de una comunidad, que se perfila ante todo en el idioma; en una modalidad –¿o habría que decir, en una localidad?– del habla y del pensamiento; en el estilo, que es el hombre –como diría Buffon–, pero del hombre amenazado, enjambrado, del hombre dejando sus dibujos de bisonte en el lenguaje. En la escritura de Watanabe, muchas veces la palabra adquiere esa definitiva gravedad icónica de los petroglifos y los pictogramas, que son las primeras imágenes litúrgicas, los primeros gestos conscientes del hombre que vislumbra su amanecer mítico, en comunión con sus antepasados y con su hábitat. ¿Y no es este sustrato primario, ese talante pictórico y pintoresco, el mismo que contienen las fábulas, las parábolas, las máximas y demás variedades del registro gnomológico? Hay que distinguir lo colectivo de lo social, no como podrían hacerlo el antropólogo o el sociólogo, sino como lo haría un simple lector de Homero y de Esopo; como distinguimos el espacio imaginario que proyectan en la literatura el modelo épico y el modelo de la fábula, en tanto paradigmas de sabiduría y de retórica que parecerían repelerse a primera vista, aunque en lo profundo se eluciden uno al otro.
    Dejando volar un poco las ideas­­, en el contexto de la poesía peruana de los años setenta, determinado en buena medida por el maximalismo de las formas y por la exploración de los discursos sociales que ya se había iniciado en la década previa, Watanabe bien podría ocupar el sitio modesto –aunque cardinal– de un Esopo huidizo y bien raro; un Esopo estudioso de Basho, Issa y los otros grandes maestros del haiku, ¡un Esopo zen! Con todo lo fantástico que conlleva poner a dialogar a Basho y a Esopo en una misma persona, y en la cabeza convulsionada de un poeta latinoamericano de aquella época. Y no es que el escritor de La piedra alada no se ajustase al marco de la época, sino que le aportó algo diferente: un tono más bajo, más atemperado y más novedoso –visto desde el aquí y ahora– que el tono homérico, vanguardista y cívico que se había impuesto en muchos de sus coterráneos generacionales; luego, y quizás a consecuencia de esa tonalidad apenas disminuida en una nota, le aportó algo de sentido común, algo de sigilo provinciano y de sutileza interior, cosas que no se prodigaban fácilmente en aquellos tiempos de franco optimismo intelectual y hormigueos revolucionarios.
    Con todo, permítaseme insistir en que Watanabe toma del haiku solo un aire, un brillo indirecto, una manera de iluminar la escritura al sesgo y con pinceladas sueltas, ocres, nada estrepitosas. Este aire de haiku está a la vez inmerso –si cabe decirlo así– en un estado de parábola, y funciona acertadamente como un depurador de esta, sublimando su carga inercial, refinando su rumia dogmática: de modo que carácter flotante y abierto de uno neutraliza la voluntad cristalizadora de la otra; el signo –el trazo vivo– se impone al simbolismo aleccionador. Así, la mayoría de los poemas discurren por una cornisa anecdótica, un pequeño horizonte narrativo-moral que roza la curvatura de la parábola y de la fábula, aunque se eclipsa al momento del desenlace o la paráfrasis. En realidad, lo más cercano –en extensión– a un haiku que escribió Watanabe, son tres escuetas líneas donde el acto trágico por antonomasia se equipara, freudianamente, a la actividad erótica; el texto exalta a su manera, con ironía y humor negro, el tópico de la post coitum tristitia; más que como haiku, habría que leerlo como una suerte de tantra expresionista; se llama «Orgasmo» y reza lacónico: «¿Me dejará/ la muerte/ gritar como ahora?» Aun con toda la aparente distancia que puede separarlo de la forma tradicional japonesa, de las reglas internas del género que apenas pueden –convengamos– desentrañarse por fuera de la lengua y la cultura de origen, este breve poema muestra asomos de una orientalidad que prescinde de trucos accesorios y niponerías de bazar; que esquiva la misérrima fórmula de las diecisiete sílabas y los cerezos en flor, para instalarse de lleno en algo tan esencialmente japonés, algo tan característico del haiku –y del budismo zen– como lo es el concepto de vacío: la pregunta por el vacío, la significación del vacío; todo lo cual bien puede resumirse con un grito o un suspiro entre el coito y la muerte, como lo dejan entrever las líneas antes citadas, y como nos parece que sería la vida tocando su cadencia perfecta.
    Ahora bien, quizás a este texto le falte vacuidad y le sobre ingenio para alcanzar esa ligereza danzante de la que hablaba Octavio Paz, esa perspectiva etérea, lúdica y casi naif que solemos asociar con el haiku. Sin embargo, la pregunta por el vacío –tal y como la formula el poeta– es también una pregunta por el placer, una pregunta articulada desde el memento mori del placer, en el fulgor último que irradia el sexo; lo cual ayuda a mitigar, de algún modo, el trago amargo de la gravedad de fondo que anima su especulación, y además cumple con los objetivos básicos –los no-objetivos básicos, mejor dicho– que busca el haiku, y que son a grandes rasgos los mismos que persigue todo poema: provocar un accidente, un cambio de conciencia en la percepción de las cosas; proporcionarnos la imagen y la intuición del instante; romper con el artilugio silogístico, la lógica engañosa del discurso; deslizarse sobre una brizna de sentido; esculpir el vacío en un átomo de tiempo… En este aspecto, la poética del haiku, la poética del Japón –ya podríamos decir– se revela en la obra de Watanabe con su carácter más puro, su verdadera autoridad estética, que consiste en pasar casi inadvertida, y en saber situarse en un estado de reverencia natural, más allá de todo virtuosismo técnico y toda exquisitez egocéntrica.
    Con mucho orgullo, con algo de inocua altanería, Watanabe hacía de su japonidad consanguínea un signo de su peruanidad metafísica –y al revés–. Se recreaba e interrogaba en ella, como quien bucea en sí mismo frente a un espejo que distorsiona un poco, o como quien se pone a remedar los gestos y las caras de sus personajes favoritos. Hay poetas con personaje y poetas sin personaje, lo mismo que hay mezcales con gusano y sin gusano. En su modestia y en su sequedad, Watanabe tenía un personaje fuerte y bastante ostensible. Cuando intentó salir de su órbita no le fue muy bien, y cuando se adentró demasiado en ella, tampoco. En el primer caso, se puso a ramonear vagamente entre las reliquias helenísticas con resultados bastante anodinos, véanse sino «Antígona» y «El otro Asterión»; en el segundo caso, dedicó un libro entero –e innecesario– a reescribir algunos episodios bíblicos, como queda documentado en los veintitrés poemas que integran Habitó entre nosotros (2002). En una nota necrológica, publicada en la prensa peruana en 2007, Rocío Silva Santisteban refería que a Watanabe «le gustaban mucho las palabras con diéresis: lengüita por ejemplo»; también le gustaba conversar en los bares hasta altas horas de la madrugada, aunque no probaba una gota de alcohol, porque –se vanagloriaba– ¿cuándo se ha visto a un japonés bebiendo algo que no sea sake? 
    El personaje es todo un tema en poesía. Tengo un amigo que suele soltar un latiguillo cada vez que se siente obligado a hacer o a decir algo que escapa a su estrecha jurisdicción mental: «mi personaje no me lo permite» –afirma con aire solemne de musulmán o menonita–, si por ejemplo alguien lo convida con una quiche de verduras, porque su personaje es carnívoro a ultranza y detesta todo aquello que sea verde o aluda al noble reino las plantas. No obstante, el personaje –haciendo aquí una rara genuflexión al universo plantae– lo autoriza a fumar, aunque solo en pipa, solo tabaco «Pergamon» y solo a partir de las dos de la tarde; asimismo, aprueba su culto frenético de Gógol pero le prohíbe asomarse a Tolstoi; le obliga a llevar un anillo ridículo en el meñique derecho y a vestirse siempre con alguna prenda negra; lo persuade del amor de mujeres divorciadas que invariablemente lo doblan en edad y pisotean su autoestima… Está claro, no debemos confundir el personaje fraguado en el poema con el libreto neurótico, la pobre caricatura que viaja en metro o enciende una pipa, pero ¿acaso el material imaginario no es similar en ambos?
    Por otra parte, habría que recordar que Watanabe trabajó, desde muy joven, en el ámbito de los medios audiovisuales, escribiendo guiones para cine y colaborando en la producción de programas televisivos. Si esto significa algo más que el mero dato profesional, a su minuciosa conciencia del personaje podría añadírsele el criterio escenográfico o cinematográfico que muchas veces parece manejar en sus textos; ciertos vislumbres de una calculada puesta en escena, cierta voluntad de conducir la percepción hacia una zona de epifanía; cierta tendencia a encuadrar los objetos y las ideas desde el relato o lo descriptivo, con locaciones y detalles muy puntuales que predisponen a la verosimilitud; con una dinámica que sugiere el lento deslizarse de la mirada detrás de una cámara, como sucede en «Banderas detrás de la niebla». Cito las dos estrofas iniciales:
 
Hay una vejez triste e indefinida en el puerto,
más herrumbre en el muelle
y bares sospechosos en la ribera
donde antes había casonas rodeadas de yerba tenaz.
 
Una noche, cuando una niebla densa y turbia
cubría el mundo, yo caminé a tientas
por el entablado del muelle. Adolescente aún
acaso buscaba el terror gozoso de la evanescencia.
 
Ciertamente, la imaginación pasa aquí por lo visual, está en lo que podemos ver, no en aquello –valga la redundancia– que imaginamos. El verso de apertura nos instala de lleno en el tópico; es todo un hallazgo, un analogon clásico de lo que esperaríamos de una vista portuaria: la expresión difusa de la melancolía o de una decadencia discreta, un retrato del tiempo en su estado más puro, la caducidad. Las imágenes se presentan objetivas, realistas, inmediatas, aunque siguen un derrotero subjetivo, buscan acomodarse a la plasmación del cuadro, al decurso mental que las anima. De hecho, son imágenes muy sabedoras de su papel dramático, imágenes-actrices que apelan a la suspicacia del espectador; que convocan a una mirada que las observe activa, analíticamente, deletreando el avance o el giro sorpresivo de la escena. Si hubiese que ponerlo en los términos de un film, se diría que el poema comienza en presente, con un plano general, estático, que enseguida se cierra o se retrae, situándonos en el pasado y en la interioridad del enunciador. Hasta ahora, parecería que solo hemos sido instalados en una atmósfera inquietante y prometedora. Sin embargo, como quien no quiere la cosa, hacia el final de la segunda estrofa, se deja caer una frase que bien podría entenderse como la verdadera clave, el clímax anticipado de toda la composición: «el terror gozoso de la evanescencia». Y luego, a partir de allí, las imágenes se demoran en una suerte de travelling –intenso y detallado– que apuntala definitivamente el enfoque propuesto en dicha línea:
 
Iba confirmando con las manos la baranda, sus uniones
de metal, las cuerdas de las trampas de cangrejos
atadas a las cornamusas oxidadas. Los cangrejos merodeaban
de noche los restos de pescado eviscerado, tripas
que rodaban en el fondo marino
o se enroscaban como serpientes en las pilastras del muelle.
 
Escuchaba la suave embestida de las olas
en el costado de los pequeños botes
que en las madrugadas salían a recoger redes
cruzando entre los buques de guerra estacionados en la bahía.
Un perro abandonado en el fondo de un bote, tan ciego
como yo, gemía.
 
    En todo este exacto y casi alucinado escenario, ¿no se refleja un control absoluto sobre el montaje de las imágenes? Nótese la trayectoria morosa y fluida, el movimiento concéntrico que describe la sintaxis, y cómo cada elemento enumerado tiende a separarse del conjunto y a subordinarse a un transcurso autónomo, lo cual le confiere a cada imagen una notoria profundidad temporal, que se va ampliando de una línea a la otra. ¿Y no es esto lo propiamente cinematográfico en su sentido más pleno? Sin duda, la niebla de fondo (con su correlato subjetivo, la evanescencia) es aquí el mecanismo que vertebra todo el panorama. Y sobre esa pantalla blanca, neutra y viscosa, que compondría la bruma marítima, los objetos se proyectan perfilados en la mente, con una trasparencia y una tactilidad sobrecogedoras, como en la mirada hocicante de un ciego. La explanada del muelle oficia de observatorio, pero lo único que se puede ver situado en ella, en realidad, es la sombra del tiempo, la mano afiebrada del tiempo que resbala por la barandilla, y el fantasma de ese yo en pretérito, el fantasma de la propia duración agitándose y escabulléndose como agua sucia, resabiada entre los pilotes de una escollera. El poema remata –algo raro en Watanabe– con un final abierto o semi-abierto, una suerte de epojé o suspensión del juicio que descompone el montaje hilvanado previamente, a la vez que cancela todo énfasis discursivo, toda posibilidad de generalización:
 
Entonces vi banderas que alguien, a lo lejos, agitó
detrás de la niebla.
 
Quedé deslumbrado y mudo. Ninguna apostilla
sobre la belleza hablará realmente de aquellas banderas.
 
Pero, ¿es verdaderamente abierto este final? La advertencia de no-apostillado de los últimos dos versos, a fin de cuentas, cumple la misma función que un epílogo o un comentario: algo que se añade después, por fuera del discurso, al margen de lo acontecido en la mirada –y en el poema–. De hecho, la visión ya se ha consumado, el texto en sí ha concluido, fenomenológicamente, antes, se ha cerrado más bien, como un párpado o como el obturador de una cámara, con el súbito aparecer de esas banderas ondeando en la niebla. Advertimos la extraña gravitación de esta imagen, que se impone con toda su carga simbólica, como el único gesto real o viviente en un escenario casi fantasmagórico; es –si cabe decirlo así– la única imagen objetiva que han capturado las palabras, el único enlace semántico que hay entre el pasado y el presente, la única «toma» en sincronía con el tiempo de la enunciación, pues las anteriores derivaban de un trajín retrospectivo, ralentizadas y deformadas por esos bancos de incertidumbre en los cuales suelen cebarse nuestros recuerdos más simples. Esta imagen es también el punto en que la mirada se actualiza, despierta, recobra la conciencia de la percepción; pero al despertar, al volver en sí, no recupera nada más que la extensión que se ha depositado en ella. Así el montaje de las imágenes se solapa en el propio recogimiento de lo visto, mientras que el valor conceptual o intencional del poema –lo efectivamente vivido, el pasado– queda en suspenso, se desvanece en la niebla de la experiencia, se vacía en la misma luz borrosa, amotinada, de la cual surgió.
    Decía Gaston Bachelard que la imagen es «una planta que tiene necesidad de tierra y cielo, de sustancia y de forma», queriendo destacar con ello que las imágenes no pueden examinarse en frío, como si fueran ejemplares de herbolario, sino que hay que percibirlas –y acaso comprenderlas– en su dinamismo esencial, vale decir: en la alternancia entre aquello que las imágenes cristalizan, y aquello que en ellas se sublima o se evapora. No obstante, parece que lo mirado y lo visto, a través de su apariencia, nunca pudieran combinarse para forjar un sentido unívoco; parece que solo debiéramos dejarlos correr y enmascararse en otra cosa, como en la corriente de un film. En alguna parte de sus Écrits sur el cinéma, el director Jean Epstein afirma que «la muerte nos hace sus promesas por cinematógrafo» . Esta frase –casi un haiku– bien podría haberla suscripto Watanabe, cuyo interés por el cine excedía el campo meramente técnico o cultural para instalarse de lleno en su condición metafísica. Después de todo, la muerte es nuestra gran y única montajista.
 

jueves

La revolución de a pie

 

"El día que conozca la historia de la estrella que he visto esta noche asomarse al cielo"… Algo así se deja caer, al paso, por la pluma inexpugnable de Michelet, en el prólogo al cuarto tomo de su célebre Historia de la Revolución francesa, esa cordillera maciza de tinta que asciende a más de tres mil quinientas páginas, donde, sin embargo, no es raro descubrir ocurrencias e impromptus de tal índole. Procediendo de uno de los historiógrafos más importantes del siglo diecinueve, la frase es reveladora y habla por sí sola, ya que pone en escena, mediante una suerte de interjección lírica y a la vez áspera, la perplejidad consustancial que induce al desolado ejercicio de la memoria histórica; la misma perplejidad, al fin y al cabo, que arrastra a cada hombre a fondear ciegamente en los pantanos del pretérito imperfecto, a sabiendas de que lo único indiscutible, lo único en verdad vivo que uno puede encontrar allí —y esto las mentes del despotismo ilustrado lo entenderían mejor que nadie— es ruina y desconcierto, ratería y crimen organizado; el resto es literatura o demagogia, inferencias optimistas, sortijas imaginarias, mendrugos de tiempo más o menos rancios e inasibles. Si bien condenada al silencio perpetuo, la estrella de Michelet tiene forma de gorro frigio. No obstante, el insigne historiador arguye de antemano la derrota metódica: para hacerse una idea completa del proceso revolucionario, tan significativo ha de ser el estudio a fondo de la reforma financiera efectuada por el ministro Jacques Necker, como una exégesis correcta de ese apego enfermizo a la cerrajería que profesaba el rey Luis XVI. De cualquier manera, con todos sus secretos galácticos, la estrella terminará sepultada en el barro. 

La sombra omnisciente de la derrota persigue también a Restif de la Bretonne, pero no es, claro está, el fantasma romántico del derrumbe ideológico que podría agitarse en el gabinete de Michelet, sino la presencia inmediata de lo ominoso que se revela en las calles, con el maremágnum de los primeros acontecimientos, cuando la Revolución —merci d'avoir été si sympa, étoile— aún no ha sido bautizada con su nombre abstracto; cuando solo es la fiebre roja de la anarquía que se propaga velozmente por todos los estamentos sociales; un Moloch de carne y hueso, con la misma sed de justicia y vandalismo que podría sentir cualquier hijo de vecino, serpenteando a tientas entre la masa informe y sublevada. Frente a este monstruo turbio y viscoso, por más carrera de libertinaje que se haya hecho en la vida, uno no puede experimentar otra cosa que no sea el pánico, el terror profético anunciando el fin del mundo. Y en efecto, así ocurre, durante la toma de la Bastilla, la Bretonne —que como todo libertino, era en el fondo un simple párroco de aldea— recorre espantado las calles de San-Antoine de una punta a la otra. Y lo que entonces observa no es ciertamente el constructo histórico, sino las súbitas estampidas de la muchedumbre, las banderas desplegadas y las peroratas de los agitadores; una mujer encinta que recibe el balazo equivocado; barricadas, toques a rebato, disparos y gritos en la oscuridad; la ristra de cabezas colgando de las lanzas…; en síntesis, vislumbra, desde la confusión y el miedo, la barbarie que recién comienza a generalizarse; escucha el aullido animal del caos que lo empuja al borde del abismo; vive y reproduce en directo esa página policíaca con la que suele mezclarse, al principio, todo alzamiento popular; se hace eco de la situación política aún incierta, de los vaivenes de la opinión pública, ese libro abierto, antifonal, flotante y anónimo, que se escribe o canta en cada esquina, sin ningún prosista o lírico apoderado que lo castigue con su plectro.

Dado que era un fervoroso impulsor de las ideas de la Ilustración, la Bretonne no podía abstenerse de los resabios dogmáticos que enviciaban a aquellos filósofos y al común de sus herederos, los escritores libertinos, esa especie de chicos malos del arrabal enciclopedista, que habrían de embriagarse hasta con las heces —o solo con las heces— del racionalismo y el ateísmo. De hecho, entre las páginas de sus Noches revolucionarias, va intercalando unos relatos amorosos que el lector podrá saltearse a gusto: “Felicité o el amor médico”, “Las gradaciones”, “La desafortunada de dieciséis años”, “Las ocho hermanas”, “La hija en pantalón corto”…; parábolas sobre los infortunios de la virtud —ajenas por completo a los furores tántricos del Divino Marqués—, sentimentales e inconexas, trenzadas con los ardides típicos del pícaro ilustrado, que apelan a una catequesis ya vacía de cualquier significación; horas muertas en las que los oradores se alisan la peluca y el pueblo insurrecto templa las guadañas, hasta que se enciende el próximo motín, nuestro cronista se olvida del magisterio y se lanza a las calles a hacer su siguiente ronda crepuscular. La Historia —reflexiona— no se guardará ninguna pincelada, pero “yo, espectador nocturno”, iré a los suburbios y a las fondas a recoger los episodios que nadie advierte. Y zarpa entonces a la pesca de nuevos sucesos, capturando todo lo que le sale al cruce, como una red-oreja que barre arbitrariamente el fondo del texto social, o un ladrón de frutas que sondea gustoso los puestos del mercado; curiosea entre las marisqueras y los carniceros; habla con los moscardones de los bajos fondos; esquiva a la guardia urbana; acude a las tribunas populares, a las tertulias y los burdeles del Palais-Royal, siguiendo un criterio de selección de los materiales bastante extraño para el momento, que consiste en el acopio de testimonios, percances y anécdotas de lo más disímiles, o de conversaciones casuales que husmea desde atrás de una columna, libelos que alza del pavimento, boletines de la prensa…

Un siglo y medio antes que Tom Wolf, y sin el hastío de tener que vestir siempre los mismos trajes blancos, podría decirse que la Bretonne está haciendo a su manera el descubrimiento del new journalism; se está aventurando en el reportaje, la narración instantánea de los hechos o más bien de los “sucedidos”, ya que no podría afirmarse todavía que fuesen hechos, como el modo más justo de aproximarse al presente; pero he aquí que el presente ya no puede significar nada para él, puesto que no se corresponde con ningún orden cronológico, no es ya presente sino solo un instante amorfo que cuelga del árbol del pasado o del futuro, tiempo absoluto, abstraído del calendario y los relojes, y disuelto en el devenir  histórico; porque un día delante de la Revolución —podríamos decir, parafraseando el salmo bíblico— es como mil años, y mil años son como un día, intentar aprehender todos los signos que en dicho proceso suelen desgranarse, supera lógicamente cualquier tentativa testimonial o historiográfica; de suerte que nuestro buen hombre se las arreglaba como mejor podía, jugándose el pellejo en cada expedición (cierta vez le ocurrió que lo confundieran con un chivato y se salvó por un pelo de los fusiles) para ir en busca del documento vivo, la palabra incandescente, arrojado de aquí para allá, como otro papelucho más de la calle, por la agitación patriótica que incendiaba la realidad.

Así, momentos antes de la decapitación de Luis XVI, lo vemos fungir de vicario saboyano con una pobre dama, muy perturbada por las circunstancias, que concurre cada tarde a rezar por el monarca cerrajero, frente a la prisión del Temple. —“¡Ciudadana!”— la increpa Restif con el apelativo de moda, y enseguida pasa a aleccionarla: “lea el Evangelio: si usted cree, como no me cabe duda, verá que es el libro más republicano, el más demócrata. Verá que los sacerdotes, por quienes el triste Luis pierde su corona y quizá la vida, son unos bribones, heréticos, canallas o ignorantes.” Y sin embargo, en la plaza más célebre y sanguinaria de París, frente a la ejecución del soberano, frente a aquella epifanía imprevista de un cúmulo de asonadas en apariencia puramente espontáneas, advierte la amplitud histórica del acto, al mismo tiempo que no puede dejar de condolerse por el desamparo mítico que acarrea la tragedia, mientras ya está rodando la cabeza de Luis Capeto hacia el buche de la guillotina, allí donde todo el fragor de la Historia se hiela y enmudece, y junto con aquella cabeza lánguida y legendaria, trofeo de caza mayor —tan del gusto de los sires— se troncha no solo una antiquísima forma de gobierno, sino también el orden simbólico que regía la vida cotidiana desde tiempos inmemoriales; se hunden las instituciones que filtraban la letra espuria del contrato social hasta no hace mucho, hasta ayer nomás, hasta la convulsa alborada del 28 de abril de 1789, cuando algunos trabajadores gráficos, hartos de los sobreprecios y la hambruna, se sublevaban y prendían fuego a una fábrica de papel: trabajadores que no eran, según las malas lenguas, sino una tropa de gorrones expertos, generosamente abastecidos por los bolsillos de cierto duque tramoyista.

Bajo la chaqueta lustrosa y el peluquín empolvado del libertino, habitaba en Restif un viejo paisano borgoñón de pupila escasa, con las uñas sucias de tierra, el vino atabernado chorreándole por la perilla y todas las esperanzas puestas en el calendario agrícola medieval; este viejo paisano de mentalidad arcaica —que se había pasado un poco de rosca, sin embargo, en el culto dieciochesco de la recta ratio—, era en el fondo un crítico de costumbres con alma de niño rebelde, que se planteaba muy seriamente elevar el meretricio a la categoría de institución pública, para lo cual se tomó el trabajo de redactar un tratado entero: El pornógrafo (1769), obra inclasificable y tan tediosa como un vademécum sobre derecho impositivo, donde se mezcla el dato erudito o pseudocientífico con el disparate erotómano; la consabida visión positivista de la época con un programa de libertinaje módico y sanitario, todo ello con los mejores designios para un correcto avance hacia la armonía social. Era bastante razonable, entonces, que la criatura rústica que palpitaba en el buen corazón de Restif, con su reformismo infantil y sus perversiones más bien modestas, temblara ante el terror que había desatado la Revolución ya con los primeros zarpazos; de forma análoga, lo era también que condenase rotundamente, por pura envidia profesional o por una cuestión de principios, la sofisticada crueldad y las cotas de extremismo que podía alcanzar la imaginación en el marqués de Sade, cuyo fantasma astroso lo hostigaría involuntariamente desde las sombras del manicomio, a modo de una existencia paralela, un pariente lejano e insufrible.

En esta existencia paralela, la cual se revelaría, con el correr de los tiempos, como una página aventajada de la ortodoxia revolucionaria, sabemos que no existe ningún fundamento para la compasión; tampoco hay lugar para la conjetura utópica, esas navidades perpetuas de la ciudadanía feliz. Pero, aún con esa marca paranoica que denota su raciocinio, Sade quisiera ir al fondo del problema; de nada sirve —argumenta— abolir el Estado monárquico y sancionar nuevas leyes si no se acaba para siempre con la esclavitud religiosa;  a cambio de ello, y puesto que el ejercicio del poder fáctico depende básicamente de la representación de un poder simbólico o espiritual, plantea la soberanía del terror como preludio a un nuevo gobierno, fundado en la libertad individual, hermanando así los dos términos —libertad y terror— en un mismo nivel ontológico, rectilíneo, insoluble. Este nuevo evangelio del terror, este extraño principio de autoridad que proponía el Marqués desde su encierro en Picpus, no podía estar más en las antípodas del utopismo moderado que predicaba la Bretonne en sus andanzas por los bulevares parisinos. Y sin embargo, bien visto, el paroxismo nihilista que exigía Sade al aparato revolucionario, ese placer mecánico (mesiánico) de la destrucción por la destrucción que muchas veces subyace a la verdad histórica, no resulta muy distinto, después de todo, al engranaje de terrorismo banal, cotidiano y anónimo, que se refiere detalladamente en las Noches revolucionarias… Para aquellos puristas que buscaban apresar alma de la Revolución —es como si nos quisiera confesar nuestro espectador nocturno—, aquí está, se las dejo documentada: es el aire último que se hincha entre las costillas de un viejo penco arrodillándose en el barro, apaleado por un épicier o un batallón de infantería, un par del reino o un simple ciudadano de a pie.



 Las Noches revolucionarias
Restif de la Bretonne
Traducción, introducción y notas
de Juan Pablo Pizarro
Tres puntos, 2018