John Ashbery: Otras tradiciones,
(traducción de Edgardo Dobry)
Ed. Vaso Roto,
Madrid, 2014.
Ya se sabe, entre el ambiente de la poesía y el
universo académico ha existido desde siempre una fosa insondable de
incomprensión y desprestigio mutuos, por diversas razones y contingencias que
no viene al caso dilucidar aquí. No obstante, puede que existan algunas salvedades
o permisos, sobre todo en las universidades angloparlantes, donde siempre es posible
ver a algún Catulo laureado paseando por el campus, y donde el tránsito entre un
ámbito y el otro pareciera haberse dado de una forma menos estéril que en los
espacios académicos de la lengua española. Para comprobarlo, bastaría sólo con mencionar
dos iniciativas institucionales que no han tenido, a simple vista, un paralelo
digno en nuestro idioma: el célebre Oxford
book of English verse —en todas sus variantes y ediciones—, y las también
célebres lectures dictadas en la
“Cátedra Charles Eliot Norton” de la Universidad de Harvard, donde han
disertado, desde 1926 hasta el presente, notables figuras vinculadas a la
poesía, a la música y a las humanidades en general, como Igor Stravinski, Jorge
Guillén, Frank Kermode, Aaron Copland, Jorge Luis Borges, Czesław Miłosz e
Italo Calvino, entre muchos otros. En todos los casos, estas lecciones
magistrales se han prolongado en sendos e instructivos libros, que han
favorecido brillantemente la difusión de un precioso legado cultural entre el
público ordinario.
Otras
tradiciones reúne en papel los
seis discursos que John Ashbery pronunciara
en Cambridge, a comienzos de los años noventa, en el “Sander Theatre”, el paraninfo
de la ilustre Universidad norteamericana donde se celebran las “Norton
Lectures”. Curiosamente o no tanto, apenas un año antes, durante el ciclo
lectivo de 1988-1989, el músico experimental John Cage —gran colega del poeta neoyorquino
en sus aventuras de vanguardia— había desplegado allí mismo unas intervenciones
algo polémicas, ideadas a base de extraños silencios, sortilegios informáticos y
juegos aleatorios con hexagramas del I Ching.
En cambio, en estos seis textos correctísimos, contra todo lo previsible o
prejuiciado, y pese a su sólida reputación de vanguardista, Ashbery sorprende con
su prudencia conceptual y con la grisura de su voz reflexiva, que no admite un
solo sonido discordante, una sola idea que pueda descolocar o herir la
sensibilidad del auditorio.
Sin embargo, una cosa es la comprensión
científica del material literario, que es lo que persigue la filología tal y
como se la entiende comúnmente, y otra cosa muy distinta es el conocimiento
experimental que busca el poeta. En este sentido, el disertante ashberyano se
rehúsa a hablar como académico, aunque lo sea y muchas veces se le note; asume,
por el contrario, la actitud de un lector inocente, ajeno a las grandes
mamposterías teóricas, los saberes absolutos e incorruptibles; un lector salvaje
y exquisito, para quien no existe la mala o la buena poesía, sino la mala o la
buena aprehensión de un poema. Así estas lecciones discurren como una película
interior, que se proyecta sobre la conciencia del poeta, con ese sustrato
hedonista que nunca se muestra en la crítica convencional, con discontinuidades
y hallazgos, con planos generales y con recovecos muy subjetivos.
A fuerza de ser contada, a fuerza de ser
revivida, toda historia se transforma en ficción, vale decir: en pasado puro. O
más bien, en muerte. Fotografías borrosas, atrapadas en la neblina del
pretérito imperfecto, toda historia se puede reducir a eso, y la crítica,
muchas veces, funciona de ese modo: embalsamando la curva del tiempo, poniendo
en formol una época, un autor, una escuela, un texto. Afortunadamente—y he ahí
quizás el gesto rebelde—, Ashbery se saltea todos esos escombros que solo llevan
a las estatuas consabidas, y propone al lector lo que cualquier poeta está
obligado a hacer tarde o temprano: descubrir lo que verdalmente le gusta o le
proporciona un estímulo para su escritura, en los entresijos de los modelos abstractos
de la erudición literaria. Va directo a la fibra viva, al verso que le deslumbra
o al poema que le conmueve, más allá de las superficiales clasificaciones de la
historia. Y para ello acude a su biblioteca íntima, donde abundan los mal
llamados “poetas menores”. Así, los autores que se analizan en este libro son,
por orden de aparición: John Clare, Thomas Lovell Beddoes, Raymond Roussel,
John Wheelwright, Laura Riding y David Schubert. Salvo en el caso de Roussel,
que es un escritor en lengua francesa ya bastante conocido, sobre el cual la
conferencia de Ashbery no aporta nada demasiado relevante, se trata de cinco
poetas en lengua inglesa que han quedado parcial o totalmente fuera de los
catecismos escolares, o que ocupan una página muy recóndita y mustia, por
motivos que no tienen nada que ver con los méritos o deméritos de su poesía.
Al margen del dudoso veredicto que presupone, el
concepto de menor/mayor no denota, en un sentido estricto, ningún argumento cabal;
no expresa, acaso, sino la porfiada displicencia de la historia, que suele
pasar por alto todo aquello que escapa a sus vastas y angulosas clasificaciones.
No obstante, a lo largo de estas páginas, el concepto de menor funciona, en buena
medida, como un homólogo del concepto de modernidad; vale decir que interviene
como lo que es, una jerarquía efectiva cuyos patrones lógicos nunca resultan
cuestionados, al menos no de forma explícita. Tampoco parece que dicho examen
haga falta, puesto que el propósito de la crítica ashberyana no es cambiar la
perspectiva de la historia literaria ni discutir sus juicios, sino que más bien
busca enriquecer el horizonte de la modernidad poética desde una visión no
obstruida por falsas panorámicas, ni por discursos totalizadores.
Ciertamente, en literatura, es difícil ponerse
de acuerdo sobre el sentido de la palabra “moderno”. ¿Fue un estilo, una
mentalidad, un vocabulario, una moda? Se ha fantaseado tanto sobre el tema, se
ha fabricado tanta escatología sociológica, tanto futurismo y pintoresquismo místicos
alrededor de esa palabreja, que hoy ya nadie se atreve a pronunciarla sin las
obligatorias comillas. En cualquier caso, lo interesante es que Ashbery nos
muestra aquí una modernidad que no es la irreductible entelequia de museo que
todos conocemos, con sus pompas teóricas y sus personajes más reconocidos, sino
que se trata de una modernidad distinta: bizarre,
maldita, decadente; una modernidad que nos es presentada al sesgo, como en una
perspectiva de escorzo, y que bien podríamos llamar esperpéntica, o incluso esquizofrénica,
dada la calidad de náufragos sistémicos y las frecuentes expediciones al
manicomio de los poetas cuyas vidas y carreras malogradas el autor de Tres árboles describe punto por punto.
A decir verdad, la suerte adversa persiguió
tenazmente a cada uno de los seis protagonistas de estas conferencias, pero
ninguno de ellos escribió con esa suerte de anonadamiento estoico que implicaría
la conciencia de la propia insignificancia, con la consecuente resignación al
olvido. Por el contrario, en diversos grados y circunstancias, cada uno de
ellos se consideraba el primogénito de alguna radiante deidad literaria, cada
uno preveía para sí mismo un destino en papel biblia y exigía su pensión de
gloria con una avidez rayana en lo patológico. En este aspecto, el caso más representativo
es el de Raymond Roussel, a quien la esquiva Musa se le manifestó
tempranamente, mientras escribía su primer volumen de versos, en transmisión
directa con el fantasma de Víctor Hugo y bajo la forma de rayos incandescentes
que ardían en perfectos alejandrinos —todo un flechazo psicótico que le empujó
a la depresión, y más tarde al célebre suicidio siciliano—. Algo similar le ocurrió a John Clare, el gran
poeta campesino que exaltó, a comienzos del siglo XIX, en plena época de baladas
románticas, el rústico lenguaje de la Inglaterra rural, y que terminó sus días
en un asilo público, acorralado por la pobreza, el silencio y la locura, pero
sobre todo vencido por la locuacidad arrolladora de Lord Byron. Y otro tanto aconteció con la heteróclita
vida de Thomas Lovell Beddoes, un escritor también inglés, diez años más joven
que Clare, cuyos intrincados poemas dramáticos influenciaron directamente en
Robert Browning. Y también pasó con Laura Riding, cuyo temor enfermizo a la interpretación de
su obra la llevó paulatinamente a un mutismo voluntario. De manera que la idea
de lo menor que vertebra estas charlas oficia poco menos que como una ironía
del destino.
T. S. Eliot decía dudar de “la autenticidad del
amor por la poesía de todo lector que no tenga afecto personal por la obra de
uno o más de estos poetas sin importancia histórica.” También Ashbery podría
afirmar algo parecido. Lo dijimos antes, el autor de estas conferencias no
habla ex cathedra. Más bien todo lo
contrario, hace una crítica amena, ingeniosa por momentos, con fines quizás
solo amorosos, recreativos o solipsistas. Es una crítica que carece de gestos
heroicos o transcendentes, y que no aspira más que a repasar la vida y la obra
de ciertos autores caídos arbitrariamente en el olvido. No pretende hacer
justicia poética ni esbozar complejas teorías o hilar demasiado fino en las
obras comentadas. Por lo general, recoge fragmentos, lo analiza y los pone en
relación a su visión particular de la poesía y a sus intereses personales en
dicho ámbito. Pero, además, al mismo tiempo que su mirada funciona como una
lente refractante que capta sus propias preocupaciones estéticas, indirecta o
directamente, en Otras tradiciones, John
Ashbery lleva a cabo una revisión profunda y saludable del legado de la poesía
en lengua inglesa desde el Romanticismo hasta las vanguardias.
© Walter Cassara