Al
norte de la costa peruana, a unos pocos kilómetros de la ciudad de Trujillo,
existe un distrito –fundamentalmente dedicado a la industria agraria– que se
llama Laredo, cuya memoria histórica se remonta a los primeros avatares de la
Colonia española y a los vaivenes económicos de una vieja hacienda azucarera, a
la cual este distrito le debe prácticamente todo: su topónimo y su escudo, su
modesta realidad y sus módicas leyendas, su imperceptible apogeo y su
crepúsculo inmutable. También le debe la existencia de su principal –y por
ahora, único– poeta, José Watanabe, que nació y pasó toda su infancia allí,
entre altos sembradíos de caña, chumberas y sauces, y entre vestigios
arqueológicos de culturas pre-incaicas como la mochica y la cupinisque, con sus
huacas taciturnas, sus balsas de totora y sus dioses de barro sepultados en los
meandros del río Moche. Al norte del Perú, la cordillera de los Andes serpentea
y se hace un nudo frente al Océano Pacífico: el mundo abigarrado y húmedo de la
selva amazónica se arrima al seco retraimiento de la sierra; ambos se funden y
convergen en las riadas de un extenso valle, para luego deshacerse abruptamente
en los arenales de la costa. Laredo es una llanura incendiada que flamea entre
la montaña y la playa; anhela la embriaguez del mar pero se vuelve hacia el
plutonismo de la roca; su carácter es mineral, arcaico, uterino, brota sigiloso
de las entrañas de la tierra; su genio se adhiere a la eternidad y a lo anónimo
de la piedra.
Así, al menos, se deja traslucir en la
poesía de Watanabe, donde casi siempre aparece aludido al sesgo, de un modo
tenue y horizontal, nunca de manera directa o solemne, sino más bien todo lo
contrario: aparece como un lugar íntimo, transfigurado y perpetuado en la
mirada de la infancia; esto es, también, que emerge como un vértice en el cual
se sostiene el pasado –el otro vértice sería el cuerpo: la biografía elemental,
aleatoria, que bosqueja por sí solo todo cuerpo–. Lo más destacado en el
imaginario watanabeano son estas extrañas resonancias entre el lugar de
nacimiento y el lugar del propio cuerpo; no tan extrañas, en verdad, ya que el
cuerpo –bien mirado– es el locus por
definición y por defecto, es el único y exacto sitio que habitamos, la única y
exacta cartografía de nuestra existencia. No hay, no puede haber otra, al menos
en este mundo. Y el cuerpo, sin embargo, es algo que apenas conocemos y que no
nos pertenece en absoluto, algo sin heredad ni continuación posible, algo que
se perderá irrefutablemente. Con el cuerpo nos es servida en bandeja la
conciencia universal de la muerte, y con ello la sensación de que poseemos una
individualidad acuñable, la ilusión de que gozamos de los derechos de una
biografía, de una genealogía propia y hasta de un destino propio, que debemos
eternizar a toda costa. No obstante, este individuo tan querido y tan novelado,
este feudo liliputiense que llamamos yo
no puede sino salir a ondear sus vértigos al término de todo, con la firme
insignia común a todo y a todos, que es la nada, puesto que la vida no es otra cosa
que esa nada que se nos transparenta en la muerte; la vida es esa nada que le
debemos a la muerte, ese cuerpo –con su yo
hipotético– que le tenemos arrendado a la muerte.
Todo lo que la palabra poética tiene de
poder connotativo, toda su potencia significante y maravillosa, ya está
debidamente denotado y acotado en el imprescindible glosario de la muerte. Esta
parábola –digamos– no es geográfica sino fisiológica, existencial; no puede
rastrearse con ningún sistema de coordenadas, porque es la parábola errática
que supone toda vida, toda escritura, toda vida embargada por la escritura.
Esto lo ha apuntado muy bien Watanabe en un poema de El huso de la palabra (1989) que se titula «Los versos que tarjo».
En buena medida, todo el texto es un hábil subterfugio para resucitar ese
arcaísmo, totalmente sepultado en el olvido: “tarjar”, que hoy daríamos por
sinónimo artificioso de tachar o rotular, pero que en realidad viene de
«tarja», adminículo que antiguamente cumplía la función –digamos– de libreta de
gastos del paleto rural (y no tan rural); esto es: una cañita o palo que se
empleaba en el comercio para asentar los débitos contraídos por víveres u otros
suministros. Entonces, una compra valía por una raya en la caña, una muesca
equivalía a una responsabilidad de pago. Watanabe transporta este basto
mecanismo contractual, con toda su lógica mercantil y sus posibilidades
simbólicas, a la actividad sedentaria de la escritura, que conlleva muchas
veces un puro malgasto de materia gris y tabaco (en el mejor de los casos), que
culmina en el desaliento y el compromiso neurótico con uno mismo, perpetuamente
aplazado.
Las palabras no nos
reflejan como los espejos, así exactamente,
pero quisiera.
Escribo con una
pregunta obsesiva en las orejas:
¿Es esta la palabra exacta
o es el amague de otra
que viene
no más bella sino más especular?
Por esta inseguridad
tarjo,
toda la noche tarjo,
y en el espejo que aún porfío
solo queda figura
borrosa, mutilada, malograda.
Es como si cumpliera
la amenaza de la madre
sibilina
al niño que estaba
descubriéndose, curioso,
en
su imagen:
“Tanto te miras en el
espejo
que un día terminarás
por no verte”.
Los versos que
irreprimiblemente tarjo
se llevarán siempre mi poema.
En esa búsqueda infructuosa de la
palabra justa, siempre hostigada de cerca por la muerte, nos dice: «tarjo/ toda
la noche tarjo/ y en el espejo que aún porfío/ solo queda una figura borrosa,
mutilada, malograda». ¿Por qué no puso «tacho» en vez de tarjo, que puede
sonar, quizás, medio rebuscado? Watanabe no era amigo de giros exóticos ni de
antiguallas gratuitas, más bien lo contrario; si planta aquí esa expresión –que
obviamente no se corresponde del todo con lo que muestra el étimo– es por su
pelaje rústico y excepcional; como si en la remotísima tarja campesina se
computasen deudas o derrotas de otra índole, y los tachones no significaran
solo versos fallidos, que se enmendarán o se echarán a la basura, sino
machetazos, heridas, flaquezas en curso: palabras, cosas, insomnios que se van
cargando a cuenta de la muerte. Por lo demás, el Diccionario de Autoridades de
la RAE registra el uso de este verbo en Quevedo, con unas líneas burlescas que
validan su procedencia popular: «Va prestando Navidades/ como quien no dice
nada,/ y porque no se le olviden/ con las arrugas las tarja». En estos versos, el sujeto de la oración es el tiempo,
retratado cáusticamente como un mercader viscoso y ladino: el tiempo como
esquivo tesorero de la Parca, como amanuense de achaques y esqueletos –se
entiende–. Por otra parte, con su menuda fama de almacén, la palabreja ¿no
esconde, si se la mira a contraluz, un regusto trilceano o vallejeano? Ya se
sabe, hay mucho Quevedo en Vallejo –y viceversa–. Hay un Quevedo clásico y hay
también un Quevedo anónimo que tarja
toda la literatura contemporánea en nuestra lengua, principalmente la de
vanguardia. Hay un Quevedo para cada época y para cada castellano. Y de alguna
forma, Quevedo le llega a Watanabe ya lexicalizado, ya andinizado –si cabe
decirlo así– por Vallejo, con quien comparte algo más que unas simples
coordenadas geográficas o una fortuita hermandad regional.
La experiencia del poeta madura en
cohabitación diaria con la experiencia prístina del niño; prospera no tanto en
el bosquejo mecánico de una cronología individual como en las reminiscencias
oblicuas de una mentalidad arcaica, que no ha sido ocupada plenamente por el
documento (o el auto) biográfico, ni ha renunciado aún a su genealogía salvaje.
Los vínculos parentales son referencias constantes en el ámbito watanabeano; el
padre, la madre, los hermanos, se cruzan a menudo en el devenir del poema,
fusionados con el atisbo minucioso de la naturaleza y con el paisaje natal,
bajo una fuerte impronta de clan y de leyenda. Aquí vemos a la madre, entre
trapos y menesteres de cocina, pelando unos cuyes para alimentar a su numerosa
prole, ella misma transfigurada en un cazo de hierro hollinado, con toda su
severa ternura a cuestas y la lengua afilada como un dragón chino. El discurrir
–lento y diáfano– del verso de Watanabe, inducido quizás por ese aire como de
languidez incaica u oriental, propio del español que se habla en los pueblos de
los Andes centrales; ese español de cobre, aireado y pedregoso de la Sierra
peruana, sutilmente entretejido con la dulzura del quechua y los secretos del
aimara; ese castellano bien criollo, castizo, mestizo, peruanísimo, que Vallejo
ya había auscultado en su gramática más íntima; ese lenguaje vivo, retablo
ambulante, tienda coral de los fabulistas de taberna, los filósofos ignotos,
las viejas santurronas y los cholitos descalzos, aparece de muchas maneras en
la imaginería aldeana de nuestro autor, aunque casi siempre proyectado sobre la
figura de la madre; en ese orden o desorden mítico de la intuición primitiva,
que eleva –y a veces, aterroriza– al horizonte luminoso de la infancia. Venimos
de ese it animal y regresamos a ello,
constantemente: a esa temperatura de mamífero, esos calores y esas secreciones
de mamífero que reverberan en las palabras de la tribu, cuando se dicen por
boca de una madre, cuando se templan en el olor de una madre.
La infancia infantilizada, académica,
es decir: la infancia higienizada e idiotizada por los adultos, rápidamente
aprende a desconocer ese olor y ese rumor de la especie que siempre evocan las
sudoraciones, la saliva, los intestinos, el menstruo, toda la alquimia de
efluvios domésticos, toda la animalidad o humanidad áspera, contenida en la
madre. «Por un flanco débil/ y breve» –escribe Watanabe en unas líneas que
abordan, sin ningún rebozo, este tema–, «entre su seno y su axila, mi madre era
tierna.// Qué olor tan profundo, basal y glandular./ Su ternura/ tenía intensa
biología.// ¿Por qué le exigías más,/ ojo con lágrimas?». Este poema tan
conciso, que se ha citado entero, se titula sugestivamente «Desagravio» y resume,
en buena medida, esa tensión característica en la escritura de Watanabe entre
la oscuridad de la vida elemental –representada, en este caso, por los recios
vahos maternos– y el orden aséptico, tibio, consciente, que se vincula con el
desapego de las impresiones visuales y de la mirada adulta. Pero, ¿quién ha
afrentado a quién, el hijo a la madre, o al revés? ¿Quién debe perdonar a
quién? El ojo, aquí, se hace endocrino, se vuelve también él «basal y
glandular», cede y se postra delante de una llamada primigenia que excede toda
blandura romántica o gentil: una visión que le llega directamente desde el
hipotálamo, esto es, que cala en lo más hondo de la memoria orgánica.
Se ha hablado mucho acerca de la
importancia del padre en la formación estética de Watanabe, pero la verdad es
que este resulta una figura más bien distante, alegórica o cultural, incluso
literaria (el padre era japonés y le leía haikus al pequeño), que para nada
tiene esa gravitación directa –y a menudo, vejatoria y psicológicamente conflictiva–
que sí alcanza la madre, con sus decires agrestes y su buena fe campesina,
porfiada de ingenua malicia. Entre paréntesis, el poeta solía contar en los
reportajes, siempre con una risita de beneplácito, que cuando le dio a leer su
primer libro y le preguntó qué opinaba, el veredicto de la madre fue
inapelable: «envuelves mierda en papel bonito» –le dijo–. Lo cual puede darnos
una medida íntegra de lo afilada que andaría esta paisana para aguijonear en la
mente retorcida del hijo –y en la mente de cualquier literato moderno, en
general–; tan afilada estaría que Watanabe alguna vez la puso a intervenir de
oficio en un hipotético certamen literario, en una página de Cosas del cuerpo donde el fantasma póstumo de la dura señora
se manifiesta como su alter ego o su
propia conciencia estética, calificando desde el más allá la aportación de los
jóvenes concursantes: «En las páginas de ustedes, muchachos, la muerte/ tiene
más nombres que la vida/ y baila/ ebria,/ sonora, las mejillas pintadas como
muñeca de teatro y literatura./ Solo un verso brillante, solo dos,/ y el resto/
puras fintas, me dice/ la jurado». Y el poema concluye con estas líneas que son
toda una declaración de fe del autor: «La muerte/ de verdad/ es como la poesía:
mírala venir/ como una forma/ de la templanza».
La madre es la voz en off –voz tribal, verbo rústico,
almacenado en el hipotálamo– que juzga siempre con desdeñoso realismo las
flojeras sentimentales de su lagartito; en cierta forma, esta voz es masculina,
calcárea y hasta castrense, y al no dejarse enternecer o engatusar con las
chucherías librescas del hijo, actúa como un contrapeso crítico, un cable a
tierra de la mirada nipona, vaporosa, «feminoide» y estetizante, que suponemos
herencia del padre nikkei. En este
sentido, como resultado de un particular mestizaje, que es tanto étnico como
metafísico, bien podría afirmarse –cosa que algunos comentaristas ya han
apuntado– que la poesía de Watanabe es producto de una doble decantación de la
mirada, en la cual lo prosaico se rectifica constantemente en lo lírico –y
viceversa–; lo material mundano se espiritualiza o sacraliza, del mismo modo
que las cualidades físicas de las cosas se entretejen con sus cualidades
morales. Análogamente, el código familiar o gregario se entrecruza con el código
fantástico o solitario; la historia individual, los recuerdos particulares, que
creemos necesariamente privativos de un sujeto (o bien de su cónyuge y su
psicólogo), se revisten con las fórmulas de la memoria colectiva, dialogan con
las anécdotas y apotegmas, con la tradición gnómica de una comunidad
determinada.
Lo colectivo es el gran animal que
invocan todas las fábulas, lo colectivo como expresión de lo más íntimo o mejor
amalgamado de una comunidad, que se perfila ante todo en el idioma; en una modalidad
–¿o habría que decir, en una localidad?– del habla y del pensamiento; en el
estilo, que es el hombre –como diría Buffon–, pero del hombre amenazado,
enjambrado, del hombre dejando sus dibujos de bisonte en el lenguaje. En la
escritura de Watanabe, muchas veces la palabra adquiere esa definitiva gravedad
icónica de los petroglifos y los pictogramas, que son las primeras imágenes
litúrgicas, los primeros gestos conscientes del hombre que vislumbra su
amanecer mítico, en comunión con sus antepasados y con su hábitat. ¿Y no es
este sustrato primario, ese talante pictórico y pintoresco, el mismo que
contienen las fábulas, las parábolas, las máximas y demás variedades del
registro gnomológico? Hay que distinguir lo colectivo de lo social, no como
podrían hacerlo el antropólogo o el sociólogo, sino como lo haría un simple
lector de Homero y de Esopo; como distinguimos el espacio imaginario que
proyectan en la literatura el modelo épico y el modelo de la fábula, en tanto
paradigmas de sabiduría y de retórica que parecerían repelerse a primera vista,
aunque en lo profundo se eluciden uno al otro.
Dejando volar un poco las ideas, en
el contexto de la poesía peruana de los años setenta, determinado en buena
medida por el maximalismo de las formas y por la exploración de los discursos
sociales que ya se había iniciado en la década previa, Watanabe bien podría
ocupar el sitio modesto –aunque cardinal– de un Esopo huidizo y bien raro; un
Esopo estudioso de Basho, Issa y los otros grandes maestros del haiku, ¡un Esopo
zen! Con todo lo fantástico que conlleva poner a dialogar a Basho y a Esopo en
una misma persona, y en la cabeza convulsionada de un poeta latinoamericano de
aquella época. Y no es que el escritor de La
piedra alada no se ajustase al marco de la época, sino que le aportó algo
diferente: un tono más bajo, más atemperado y más novedoso –visto desde el aquí
y ahora– que el tono homérico, vanguardista y cívico que se había impuesto en
muchos de sus coterráneos generacionales; luego, y quizás a consecuencia de esa
tonalidad apenas disminuida en una nota, le aportó algo de sentido común, algo
de sigilo provinciano y de sutileza interior, cosas que no se prodigaban
fácilmente en aquellos tiempos de franco optimismo intelectual y hormigueos
revolucionarios.
Con todo, permítaseme insistir en que
Watanabe toma del haiku solo un aire, un brillo indirecto, una
manera de iluminar la escritura al sesgo y con pinceladas sueltas, ocres, nada
estrepitosas. Este aire de haiku está
a la vez inmerso –si cabe decirlo así– en un estado de parábola, y funciona
acertadamente como un depurador de esta, sublimando su carga inercial,
refinando su rumia dogmática: de modo que carácter flotante y abierto de uno
neutraliza la voluntad cristalizadora de la otra; el signo –el trazo vivo– se
impone al simbolismo aleccionador. Así, la mayoría de los poemas discurren por
una cornisa anecdótica, un pequeño horizonte narrativo-moral que roza la
curvatura de la parábola y de la fábula, aunque se eclipsa al momento del
desenlace o la paráfrasis. En realidad, lo más cercano –en extensión– a un
haiku que escribió Watanabe, son tres escuetas líneas donde el acto trágico por
antonomasia se equipara, freudianamente, a la actividad erótica; el texto
exalta a su manera, con ironía y humor negro, el tópico de la post coitum tristitia; más que como
haiku, habría que leerlo como una suerte de tantra
expresionista; se llama «Orgasmo» y reza lacónico: «¿Me dejará/ la muerte/
gritar como ahora?» Aun con toda la aparente distancia que puede separarlo de
la forma tradicional japonesa, de las reglas internas del género que apenas
pueden –convengamos– desentrañarse por fuera de la lengua y la cultura de
origen, este breve poema muestra asomos de una orientalidad que prescinde de
trucos accesorios y niponerías de bazar; que esquiva la misérrima fórmula de
las diecisiete sílabas y los cerezos en flor, para instalarse de lleno en algo
tan esencialmente japonés, algo tan característico del haiku –y del budismo
zen– como lo es el concepto de vacío: la pregunta por el vacío, la
significación del vacío; todo lo cual bien puede resumirse con un grito o un
suspiro entre el coito y la muerte, como lo dejan entrever las líneas antes
citadas, y como nos parece que sería la vida tocando su cadencia perfecta.
Ahora bien, quizás a este texto le
falte vacuidad y le sobre ingenio para alcanzar esa ligereza danzante de la que hablaba Octavio Paz, esa perspectiva
etérea, lúdica y casi naif que solemos asociar con el haiku. Sin embargo, la
pregunta por el vacío –tal y como la formula el poeta– es también una pregunta
por el placer, una pregunta articulada desde el memento mori del placer, en el fulgor último que irradia el sexo;
lo cual ayuda a mitigar, de algún modo, el trago amargo de la gravedad de fondo
que anima su especulación, y además cumple con los objetivos básicos –los
no-objetivos básicos, mejor dicho– que busca el haiku, y que son a grandes
rasgos los mismos que persigue todo poema: provocar un accidente, un cambio de conciencia en la percepción de las
cosas; proporcionarnos la imagen y la intuición del instante; romper con el
artilugio silogístico, la lógica engañosa del discurso; deslizarse sobre una
brizna de sentido; esculpir el vacío en un átomo de tiempo… En este aspecto, la
poética del haiku, la poética del Japón –ya podríamos decir– se revela en la
obra de Watanabe con su carácter más puro, su verdadera autoridad estética, que
consiste en pasar casi inadvertida, y en saber situarse en un estado de
reverencia natural, más allá de todo virtuosismo técnico y toda exquisitez
egocéntrica.
Con mucho orgullo, con algo de inocua
altanería, Watanabe hacía de su japonidad consanguínea un signo de su
peruanidad metafísica –y al revés–. Se recreaba e interrogaba en ella, como
quien bucea en sí mismo frente a un espejo que distorsiona un poco, o como
quien se pone a remedar los gestos y las caras de sus personajes favoritos. Hay
poetas con personaje y poetas sin personaje, lo mismo que hay mezcales con
gusano y sin gusano. En su modestia y en su sequedad, Watanabe tenía un personaje
fuerte y bastante ostensible. Cuando intentó salir de su órbita no le fue muy
bien, y cuando se adentró demasiado en ella, tampoco. En el primer caso, se
puso a ramonear vagamente entre las reliquias helenísticas con resultados
bastante anodinos, véanse sino «Antígona» y «El otro Asterión»; en el segundo
caso, dedicó un libro entero –e innecesario– a reescribir algunos episodios
bíblicos, como queda documentado en los veintitrés poemas que integran Habitó entre nosotros (2002). En una
nota necrológica, publicada en la prensa peruana en 2007, Rocío Silva
Santisteban refería que a Watanabe «le gustaban mucho las palabras con
diéresis: lengüita por ejemplo»; también le gustaba conversar en los bares
hasta altas horas de la madrugada, aunque no probaba una gota de alcohol,
porque –se vanagloriaba– ¿cuándo se ha visto a un japonés bebiendo algo que no
sea sake?
El personaje es todo un tema en poesía. Tengo un amigo que suele
soltar un latiguillo cada vez que se siente obligado a hacer o a decir algo que
escapa a su estrecha jurisdicción mental: «mi personaje no me lo permite»
–afirma con aire solemne de musulmán o menonita–, si por ejemplo alguien lo
convida con una quiche de verduras, porque su personaje es carnívoro a ultranza
y detesta todo aquello que sea verde o aluda al noble reino las plantas. No obstante, el personaje –haciendo
aquí una rara genuflexión al universo plantae–
lo autoriza a fumar, aunque solo en pipa, solo tabaco «Pergamon» y solo a
partir de las dos de la tarde; asimismo, aprueba su culto frenético de Gógol
pero le prohíbe asomarse a Tolstoi; le obliga a llevar un anillo ridículo en el
meñique derecho y a vestirse siempre con alguna prenda negra; lo persuade del
amor de mujeres divorciadas que invariablemente lo doblan en edad y pisotean su
autoestima… Está claro, no debemos confundir el personaje fraguado en el poema
con el libreto neurótico, la pobre caricatura que viaja en metro o enciende una
pipa, pero ¿acaso el material imaginario no es similar en ambos?
Por otra parte, habría que recordar que
Watanabe trabajó, desde muy joven, en el ámbito de los medios audiovisuales,
escribiendo guiones para cine y colaborando en la producción de programas
televisivos. Si esto significa algo más que el mero dato profesional, a su
minuciosa conciencia del personaje podría añadírsele el criterio escenográfico
o cinematográfico que muchas veces parece manejar en sus textos; ciertos
vislumbres de una calculada puesta en escena, cierta voluntad de conducir la
percepción hacia una zona de epifanía; cierta tendencia a encuadrar los objetos
y las ideas desde el relato o lo descriptivo, con locaciones y detalles muy
puntuales que predisponen a la verosimilitud; con una dinámica que sugiere el
lento deslizarse de la mirada detrás de una cámara, como sucede en «Banderas
detrás de la niebla». Cito las dos estrofas iniciales:
Hay
una vejez triste e indefinida en el puerto,
más
herrumbre en el muelle
y
bares sospechosos en la ribera
donde
antes había casonas rodeadas de yerba tenaz.
Una
noche, cuando una niebla densa y turbia
cubría
el mundo, yo caminé a tientas
por
el entablado del muelle. Adolescente aún
acaso
buscaba el terror gozoso de la evanescencia.
Ciertamente, la imaginación pasa aquí
por lo visual, está en lo que podemos ver, no en aquello –valga la redundancia–
que imaginamos. El verso de apertura nos instala de lleno en el tópico; es todo
un hallazgo, un analogon clásico de
lo que esperaríamos de una vista portuaria: la expresión difusa de la
melancolía o de una decadencia discreta, un retrato del tiempo en su estado más
puro, la caducidad. Las imágenes se presentan objetivas, realistas, inmediatas,
aunque siguen un derrotero subjetivo, buscan acomodarse a la plasmación del
cuadro, al decurso mental que las anima. De hecho, son imágenes muy sabedoras
de su papel dramático, imágenes-actrices que apelan a la suspicacia del
espectador; que convocan a una mirada que las observe activa, analíticamente,
deletreando el avance o el giro sorpresivo de la escena. Si hubiese que ponerlo
en los términos de un film, se diría que el poema comienza en presente, con un
plano general, estático, que enseguida se cierra o se retrae, situándonos en el
pasado y en la interioridad del enunciador. Hasta ahora, parecería que solo
hemos sido instalados en una atmósfera inquietante y prometedora. Sin embargo,
como quien no quiere la cosa, hacia el final de la segunda estrofa, se deja
caer una frase que bien podría entenderse como la verdadera clave, el clímax
anticipado de toda la composición: «el terror gozoso de la evanescencia». Y
luego, a partir de allí, las imágenes se demoran en una suerte de travelling –intenso y detallado– que
apuntala definitivamente el enfoque propuesto en dicha línea:
Iba
confirmando con las manos la baranda, sus uniones
de
metal, las cuerdas de las trampas de cangrejos
atadas
a las cornamusas oxidadas. Los cangrejos merodeaban
de
noche los restos de pescado eviscerado, tripas
que
rodaban en el fondo marino
o
se enroscaban como serpientes en las pilastras del muelle.
Escuchaba
la suave embestida de las olas
en
el costado de los pequeños botes
que
en las madrugadas salían a recoger redes
cruzando
entre los buques de guerra estacionados en la bahía.
Un
perro abandonado en el fondo de un bote, tan ciego
como
yo, gemía.
En todo este exacto y casi alucinado
escenario, ¿no se refleja un control absoluto sobre el montaje de las imágenes?
Nótese la trayectoria morosa y fluida, el movimiento concéntrico que describe
la sintaxis, y cómo cada elemento enumerado tiende a separarse del conjunto y a
subordinarse a un transcurso autónomo, lo cual le confiere a cada imagen una
notoria profundidad temporal, que se va ampliando de una línea a la otra. ¿Y no
es esto lo propiamente cinematográfico
en su sentido más pleno? Sin duda, la niebla de fondo (con su correlato subjetivo,
la evanescencia) es aquí el mecanismo que vertebra todo el panorama. Y sobre
esa pantalla blanca, neutra y viscosa, que compondría la bruma marítima, los
objetos se proyectan perfilados en la mente, con una trasparencia y una
tactilidad sobrecogedoras, como en la mirada hocicante de un ciego. La
explanada del muelle oficia de observatorio, pero lo único que se puede ver
situado en ella, en realidad, es la sombra del tiempo, la mano afiebrada del
tiempo que resbala por la barandilla, y el fantasma de ese yo en pretérito, el fantasma de la propia duración agitándose y
escabulléndose como agua sucia, resabiada entre los pilotes de una escollera.
El poema remata –algo raro en Watanabe– con un final abierto o semi-abierto,
una suerte de epojé o suspensión del
juicio que descompone el montaje hilvanado previamente, a la vez que cancela
todo énfasis discursivo, toda posibilidad de generalización:
Entonces
vi banderas que alguien, a lo lejos, agitó
detrás
de la niebla.
Quedé
deslumbrado y mudo. Ninguna apostilla
sobre
la belleza hablará realmente de aquellas banderas.
Pero, ¿es verdaderamente abierto este
final? La advertencia de no-apostillado de los últimos dos versos, a fin de
cuentas, cumple la misma función que un epílogo o un comentario: algo que se
añade después, por fuera del discurso, al margen de lo acontecido en la mirada
–y en el poema–. De hecho, la visión ya se ha consumado, el texto en sí ha
concluido, fenomenológicamente, antes, se ha cerrado más bien, como un párpado
o como el obturador de una cámara, con el súbito aparecer de esas banderas
ondeando en la niebla. Advertimos la extraña gravitación de esta imagen, que se
impone con toda su carga simbólica, como el único gesto real o viviente en un
escenario casi fantasmagórico; es –si cabe decirlo así– la única imagen objetiva que han capturado las palabras,
el único enlace semántico que hay entre el pasado y el presente, la única
«toma» en sincronía con el tiempo de la enunciación, pues las anteriores
derivaban de un trajín retrospectivo, ralentizadas y deformadas por esos bancos
de incertidumbre en los cuales suelen cebarse nuestros recuerdos más simples.
Esta imagen es también el punto en que la mirada se actualiza, despierta, recobra la conciencia de la
percepción; pero al despertar, al volver en sí, no recupera nada más que la
extensión que se ha depositado en ella. Así el montaje de las imágenes se
solapa en el propio recogimiento de lo visto, mientras que el valor conceptual
o intencional del poema –lo efectivamente vivido, el pasado– queda en suspenso,
se desvanece en la niebla de la experiencia, se vacía en la misma luz borrosa,
amotinada, de la cual surgió.
Decía Gaston Bachelard que la imagen es
«una planta que tiene necesidad de tierra y cielo, de sustancia y de forma»,
queriendo destacar con ello que las imágenes no pueden examinarse en frío, como
si fueran ejemplares de herbolario, sino que hay que percibirlas –y acaso
comprenderlas– en su dinamismo esencial, vale decir: en la alternancia entre
aquello que las imágenes cristalizan, y aquello que en ellas se sublima o se
evapora. No obstante, parece que lo mirado y lo visto, a través de su
apariencia, nunca pudieran combinarse para forjar un sentido unívoco; parece
que solo debiéramos dejarlos correr y enmascararse en otra cosa, como en la
corriente de un film. En alguna parte de sus Écrits sur el cinéma, el director Jean Epstein afirma que «la
muerte nos hace sus promesas por cinematógrafo» .
Esta frase –casi un haiku– bien podría haberla suscripto Watanabe, cuyo interés
por el cine excedía el campo meramente técnico o cultural para instalarse de
lleno en su condición metafísica. Después de todo, la muerte es nuestra gran y
única montajista.