El oído del poema

Por Marcos Bertorello

Ésta es la tercera vez que leo este libro. De las dos primeras lecturas tengo un recuerdo preciso. La primera fue una lectura circunstancial, reposada. Tirado en un sillón o en la mesa del desayuno, en diferentes revistas literarias, me divertí leyendo las opiniones algo intempestivas de un joven poeta que parecía no tenerle miedo a la censura generacional. Esa irreverencia (que además es una irresponsabilidad) me intrigó, lo admito. Entonces me senté en mi escritorio, agarré un lápiz, un resaltador, y volví a leer las reseñas. Pero en ese momento lo hice como un detective, buscando los indicios que me permitieran sostener de un modo más o menos certero una ocurrencia. Había visto el perfil de un joven poeta que no le tenía miedo al abucheo sonoro de sus pares, esto ya lo dije. Lo que no dije es que además, vi a ese mismo joven poeta obsesionado por los enigmas del quehacer literario. Entonces pensé: una reflexión valiosa siempre estará aguijoneada por un doble movimiento: el violento divorcio con el ruido cirenaico de lo contemporáneo (todos queremos estar a la altura de nuestros tiempos) y el solitario rumiar de las propias obsesiones que parecen a la vez caprichosas, universales, anacrónicas. Esta fue mi segunda lectura. La tercera fue hace unos pocos días, cuando llegó a mis manos este libro contundente, necesario.

    Y si cada una de estas lecturas resultaron ser una experiencia en si misma –algo parecido a la estrafalaria y encantadora justificación del mito católico del dios uno y trino –si cada una de estas lecturas resultaron ser una experiencia en sí misma, repito, no es menos cierto que en la tercera percibí un punto de tensión, eso: como una marca indeleble que dejaba su huella ahí por donde pasaban mis ojos. En las tres lecturas pude ver un punto contradictorio, enigmático, que se dibuja entre dos polos: el modo en que Cassara se piensa a si mismo como crítico y el modo en que realmente Cassara ejerce la crítica. Me explico: en la nota preliminar, Cassara, después de establecer la analogía entre la escritura de estos ensayos y un viaje que se presume iniciático a un célebre convento trapense en Azul, dice dos cosas. Que el afán que lo dominó en la escritura de estos trabajos fue más bien hedonista y que las lecturas que lo acompañaron no son (ni pretendieron ser) sistemáticas. De modo tal que uno cree estar ante un diletante o un dandy que dispara frases más o menos ingeniosas como a pesar de si mismo, despreocupado, sin advertir el impacto real de lo que dice. Pero cuando leemos el libro entero, nos encontramos con una sucesión razonada de ideas que parecen hurgar de modo insistente y sostenido sobre el mismo agujero –lo digo con las mismas palabras de Cassara: ¿qué diferencia hay entre un auténtico poeta y un mero aficionado a las palabras o un farfullador de elípticos misterios altisonantes? A continuación, entonces, voy a desglosar cuatro razones por las que considero a este libro como un libro contundente y necesario (y de este modo, mostrar el primer polo de la contradicción que acabo de señalar).


1.      El título del libro: El oído del poema es un título que propongo leerlo como una consigna programática. Cassara se propone invertir los términos en los que últimamente se ejerce la crítica. Quiero decir: no importa tanto las circunstancias de lectura (ese conjunto enjabonado de prejuicios de época que sirven para entender las condiciones de producción pero que se arriesgan a perder de vista el objeto mismo de análisis), no importan tanto las circunstancias de lectura, vuelvo a decir, sino el poema mismo, su misma estructura, sus versos, en fin: la materialidad con la que nos encontramos como lectores y que Cassara se propone oír, pero oírla desde el poema mismo, desde lo que se hace oír, desde lo que tiene para hacerse oír.
2.      La relación vital y genuina con las citas. En la jerga académica diríamos que este libro es un libro con un sólido aparato crítico. Y de este modo resaltaríamos el coherente y eficaz manejo de la bibliografía a los efectos de sostener una reflexión. Lo sabemos, en la academia, la tradición se atesora y clasifica en las bibliotecas. Pero este no es un libro académico. Cassara no parece gozar al mostrar sus lecturas (que son prolíficas, sistemáticas, enciclopédicas) cuando lo hace, lo hace con una necesidad: dejar la huella de una experiencia de lectura que se presume vital y genuina, y que tiene el claro objetivo de funcionar como un parapeto desde donde sostenerse. Cassara no es un erudito preocupado por demostrar hasta cuándo puede hacer uso de su memoria. Cassara es un escritor que está realmente conmovido por los enigmas de su praxis, que esos enigmas lo tienen desvelado, atento, buscando en los libros cómo fue que hicieron otros para resolver los problemas poéticos con los que él mismo se encuentra.
3.      La corrección de los títulos. Cuando originalmente fueron publicadas estas reseñas, casi todos sus títulos coqueteaban con la consigna guerrera: se podía leer un espíritu polémico, listo para el combate, como si Cassara tuviera la necesidad de dejar en claro una posición (y eso, para bien o para mal, suele ser contra otro). Ahora los títulos fueron arrancados de las circunstancias y llevados hacia un lugar que parece más estable. O en todo caso, menos preocupado por la lucha parroquial. Doy dos ejemplos. Originalmente la reseña sobre la obra poética de Osvaldo Lamborghini se llamaba El culto a la inmadurez. Y de este modo parecía dirigirse no tanto a la obra de Lamborghini, como al culto injustificado que la persona de Lamborghini generaba. De modo que esa persona (o el relato mítico de esa persona) se convertía casi en la única clave de interpretación, perdiéndose lo que tanto le preocupa a Cassara, el verso, el poema, las palabras, en fin: el material del trabajo del poeta. En este libro, el título se transformó en “Una posteridad muy concurrida. El otro ejemplo corresponde al comentario del libro de Diana Bellessi, Mate Cocido. El título de la reseña era “Una inclaudicante energía política”. Ahora, el mismo ensayo tiene un título más reposado, casi doctoral: “Et in Arcadia ego”. De modo que ahora parece una reflexión distanciada sobre la posibilidad o no de la escritura utópica en la poesía contemporánea.
4.      La utilización de precisas imágenes conceptuales. Cassara piensa. Por eso usa conceptos, ideas, abstracciones. Establece líneas de relación que no son evidentes y que suponen un trabajo de análisis complejo. Pero Cassara es un poeta, no un filósofo, o un matemático. Tal vez por eso, sus ideas siempre aparecen vestidas con una imagen precisa, de modo que el lector siente en su cuerpo su fuerza de persuasión del razonamiento de Cassara. En un pasaje del libro explica con detalle el procedimiento; dice: …el concepto, en la medida en que está desprovisto de apariencia, de un ritmo y una figura que lo vivifique, es el infierno. Si en la poesía habita el infierno es porque puede mostrar aquello que el concepto oculta, su posibilidad en la imagen y su realización en la metáfora. Voy a dar un solo ejemplo:…los micro-relatos relatos que despuntan entre los intersticios de su poesía (la poesía de Michaux), pueden leerse como si fueran cuentos talmúdicos escandidos por un sacerdote azteca, y al revés: como leyendas aztecas narradas por un rabino que hubiese ingerido algún poderoso enteógeno.


Empecé este comentario, señalando una contradicción entre el modo en que Cassara se percibe como crítico y el modo en que Cassara ejerce la crítica. Dije que esta contradicción consiste en mostrarse como un lector diletante y algo distraído y a la vez ejercer una reflexión sostenida y sistemática que está preocupada por hurgar en los enigmas de la escritura poética de un modo tenaz y efectivo. Se me ocurre ahora pensar en esta contradicción como esa paradoja que todo poeta tiene con su oficio: estar a merced del lenguaje, entregado, dejándose hablar por lo otro y a la vez atento, listo para capturar alguna repentina chispa del espíritu. Cassara lo dice expresamente al referirse a dos tradiciones de escritura; dice: Así como (…) los poetas en lengua inglesa se esfuerzan por parecerse a gente común y suelen jactarse de sus profesiones banales y sedentarias (médicos, abogados, banqueros), los poetas franceses cultivan los oficios de riesgo: expedicionarios, marineros, traficantes en el desierto, y son tenazmente frecuentados por los demonios de la locura.

Sobre El oído del poema
Walter Cassara
Editorial Bajo la luna,
Colección Ensayo,
Buenos Aires, 2012

texto publicado en Escritores del mundo.



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Un ensayo que pertenece al libro: 


El final del poema


Quisiera empezar esta nota con un salto hacia el pasado. Crecí en un modesto barrio del oeste bonaerense, cuya fisonomía social y cultural, allá por el pleistoceno de los años setenta y ochenta, había sido mayoritariamente delineada por italianos y españoles. Había una sola línea de colectivos que pasaba con una frecuencia muy reducida, una sola escuela a la que íbamos todos los chicos, una única casa de dos pisos a la que llamábamos mansión, y había (era lo más exótico que teníamos) una tintorería atendida por un viejo y misterioso japonés que nunca levantaba la vista de su prensa de vapor y que manipulaba la ropa con sumo cuidado, como si se tratara de personas enfermas.
Existía, además, el almacén del gallego Simón, donde yo solía ir a hacer los mandados todas las mañanas con una pequeña libreta negra en la cual se iban apuntando los gastos de la familia. Recuerdo que allí, en contraste con lo que ocurría dentro del microclima hermético de la tintorería, la gente conversaba mucho mientras esperaba su turno. Las mujeres, sobre todo, hablaban mucho y de cualquier cosa, saltando de un tema a otro con una agilidad sorprendente que a mí —que siempre fui muy torpe con las palabras— me fascinaba, pero me resultaba casi imposible seguirlas.
Aquellas mujeres, que podían intercambiar consejos sobre cocina y tejidos, del mismo modo que podían comentar los chismes del barrio, encaramarse a un relato sentimental o dejar caer de pronto un tajante veredicto ético mientras sostenían una botella de aceite en la mano; aquellas mujeres —como bien lo sabía Puig— no sólo eran verdaderas maestras en el uso del estilo indirecto libre, sino que también mostraban un ingenio verbal y (¿por qué no decirlo?) un alto grado de honestidad filosófica que las conversaciones masculinas —por lo general estancadas en tres o cuatro tópicos obligatorios— retaceaban en pos de un supuesto sentido común.
Lo que ocurría en el almacén se reproducía, en una escala menor, en el interior de mi casa, donde mi abuela y mis tías se pasaban tardes enteras charlando en la cocina mientras tomaban mate y devanaban un ovillo de lana en un carrete de madera. Me acuerdo del sonido del carrete girando una y otra vez; me acuerdo de sus voces que también giraban al unísono, hilvanando los temas más insólitos, hasta que empezaba a caer la noche y el volumen de las conversaciones decrecía poco a poco, para luego disiparse por completo en la oscuridad. Del mismo modo, a veces, cuando ya no quedaban más temas, mi abuela se ponía a recitar o a cantar. Tenía una voz exquisita, muy afinada, pero su repertorio era un poco básico: canciones infantiles al estilo de Sobre el puente de Aviñón, Mambrú o La farolera, aunque también podía despacharse con alguna pieza más sofisticada, como un tango o una zamba. Me vienen ahora a la mente unos versos que durante mucho tiempo archivé en mi memoria dentro del trillado repertorio de rondas y canciones de cuna infantiles, pero que luego supe que pertenecían a un poema de Juan Ramón Jiménez. El poema, que mi abuela solía recitar con una impostada entonación andaluza, empieza así: “Verde verderol/ endulza la puesta de sol./ Palacio de encanto/ el pinar tardío,/ arrulla con llanto/ la huída del río./ Allí el nido umbrío/ tiene el verderol:/ Verde verderol,/ endulza la puesta de sol”.
Aun sin saber que el misterioso y superlativo verderol del estribillo se refería a un humilde pájaro silvestre (carduelis chloris) tan común en Europa como el jilguero o el gorrión; e ignorando, por supuesto, que estos versos pertenecían a uno de los más grandes poetas de la península ibérica, ellos quedaron arrumbados en algún baúl secreto de mi infancia, hasta que un día revolviendo en las bateas de una librería de usados, volví a encontrarlos, y fue algo así como volver a tropezar con un viejo y querido juguete, o con una foto entrañable rescatada de la basura.
¿Dónde empieza y dónde termina un poema? ¿Cuánto puede durar en la memoria de un hombre? ¿Cómo llegaron aquellas líneas, escritas en tan prístino español, a alojarse en la cabeza de mi abuela —descendiente de una familia de napolitanos—, y luego pasaron a anidar en otra cabeza —la mía— ya invadida totalmente por televisores Hitachi, pantalones nevados, la música de Michael Jackson y los videogames?
Mi abuela casi no sabía leer ni escribir. No obstante, como muchas personas de baja instrucción nacidas a principios del siglo pasado, tenía un oído prodigioso para la poesía y una fluida inventiva verbal. De todas maneras, nunca se le hubiera ocurrido escribir un poema; quizás simplemente los versos formaban parte de ella, eran átomos de su ser; quizás sólo los había guardado en su memoria durante mucho tiempo, como otras personas recuerdan números de teléfono obsoletos.
Mencioné antes aquellos versos de Juan Ramón que mi abuela recitaba delante de su máquina de coser cuando se quedaba sola, con la mente en blanco. También hubiese podido recordar alguna estrofa de Muchacha ojos de papel o La balsa en la voz desafinada de Limbo, el juglar del barrio, que solía reunirse todas las tardes con los muchachos en el kiosco de la esquina a tomar una cerveza y a desgranar en su guitarra criolla, los temas clásicos del cancionero suburbano.
Visto a través del prisma de estos casi treinta años de distancia, Limbo no era un intérprete muy dotado, más bien todo lo contrario. Sin embargo, tenía ese entusiasmo cautivante del aficionado que a veces puede conmover al auditorio mucho más que un artista profesional. Eso sumado a su look ramonero (flequillo hasta la nariz, campera de cuero y zapatillas Converse, toda una novedad para la época) hacía que uno pasara por alto sus gorgoritos espantosos y sus nulas habilidades con las seis cuerdas.
En todo caso, para mí representaba el principio en el que se sostenía, no una moda, el buen o mal gusto de una época, sino una manera de pensar y de sentir el mundo. Y lo trillado de aquellas canciones de la esquina que todavía hoy se proyectan en mi recuerdo como quebradas volutas de humo, se revierte sobre sí mismo para convertirse en un continuum perfecto que se ajusta, con la precisión de un compás de cuatro por cuatro, a mi propio devenir borroso en el tiempo. Creo que uno empieza a escribir justamente por eso; por las grandes lagunas amnésicas que rodean las distintas capas de su existencia; por no poder saberse par coeur tres o cuatro poemas perfectos, y porque uno, en el mejor de los casos, es un juglar de barrio fracasado.
La palabra verso viene del latín versus, cuyo significado remite a giro, cambio de dirección, ir hacia adelante o hacia atrás. De alguna manera, evoca el movimiento de un arado roturando la tierra, y también ¿por qué no?, las huellas que dejan unos patinadores sobre una pista de hielo, y asimismo el canal pronunciado que divide los dos hemisferios cerebrales, y los trazos de una melodía crujiendo entre los surcos de un disco de vinilo...
Quizás un poema, más allá de su última línea impuesta, no tiene —no puede tener— conceptualmente un final; a lo mejor, tan solo se termina, del mismo modo que un camino puede desembocar de pronto en un barranco. Entonces, en lugar del final de un poema, acaso sería mejor hablar de una caída o de un fading de la voz, una distensión en el ritmo de las frases, un descenso enunciativo que al llegar al borde del último verso, debería idealmente hacernos retroceder y devolvernos al comienzo. Y no porque su lectura involucre un proceso circular o porque hayamos alcanzado un clímax o una epifanía, sino tan sólo porque hemos sido llevados de las narices hasta allí por la misma fuerza cohesiva del ritmo, y porque dicha fuerza está perfectamente equilibrada, de manera que en ninguna parte resulta más débil o más fuerte de lo que debería ser.
Si algo falla en ese delicado mecanismo, si alguna línea o palabra cae por fuera del campo magnético, el oído es el primero en advertirlo y reencauzarlo intuitivamente, ya que bien pensado, en poesía, mucho más que de escribir, se trata de escuchar. Y es sólo el oído quien dicta el tono, la longitud exacta, la dirección semántica y, por lo tanto, también el final del texto. Y no se trata del oído musical (¿qué diablos querrá decir eso?) ni del oído estrictamente fisiológico, sino más bien de una forma de audición intermedia entre ambos, donde el tímpano funciona como un radar ultrasensible, ubicado estratégicamente en el centro de ese laberinto opaco que es el lenguaje; un radar o una antena de altísima precisión acústica que capta, de pronto, un sonido viscoso, una nota cualquiera, un golpecito inarticulado que nos hace (como un perro que oye un silbato) parar las orejas y localizar la primera línea: ese primer verso dado o robado que corta con el ruido blanco que se agita dentro de cada uno, y pone a la voz, por fin, en el camino de su elocución.
Creo que uno de los poetas que más trabaja con el oído en la actualidad se llama Nicolás Domínguez Bedini. Paradójicamente, padece una hipoacusia bilateral congénita y es disc-jockey de profesión. En un poema que se llama Decirte al oído (y que da título a su primer libro) él mismo se presenta así: “Soy el Dj sordo/ que hace bailar a las suegras en los casamientos// ¿No es maravilloso?”
Pero, además de poeta, Bedini es un excelente performer: hay que verlo parado sobre el escenario, vestido ocasionalmente con su ropa de fajina (camisa blanca, saco gris y corbata azul marino, al estilo de los viejos pinchadiscos de barrio), recitando sus poemas enganchados, con la única compañía de un micrófono y un fajo de papeles, casi como un solitario comediante stand-up, para advertir que la risa que parece postular este brevísimo texto, tiene como verdadero corolario un doblez hiriente.
No le hace falta descender a la tierra de los muertos ni taparse con cera los oídos o encadenarse al mástil de un barco: a semejanza del Ulises del relato de Kafka, el personaje que habla en los poemas de Bedini sabe muy bien que las sirenas tienen un arma de seducción más terrible que el canto: el silencio. Detrás de ese remate irónico (“¿no es maravilloso?”), la interrogación suspendida da paso, de pronto, al silencio de lo real que envuelve como una ventisca helada a nuestros pabellones auditivos. Una parte de la reverberación lúdica de esta frase parece como si quedara rebotando sobre nuestra cabeza y quisiera volver hacia la fuente de la que procede, y la otra parece romperse en un grito arrebatado o en el áspero silbido de un acople que pone en primer plano la sordera, la propia y la de los otros, como un testimonio de la enajenación o cosificación del lenguaje en tanto herramienta perceptiva de la realidad.
W. H. Auden dijo alguna vez que todas las canciones de Apolo no eran más que felices impromptus en la mandolina de un amateur. Para Bedini, el aire parece estar hecho de música, una música naif y repentina que puede brotar en los lugares más impensados: una panadería, un supermercado o un lavadero de ropa, como pequeñas epifanías cheeverianas que nos embisten de pronto y casi nos obligan a arrodillarnos, encender una vela y ponernos a rezar frente a la góndola de los perfumes o los jabones, como si estuviéramos dentro de la catedral de Notre Dame.
En un libro aún inédito, Sueño con lavadoras, la poesía de Bedini resume el canon de la canción pop perfecta, en el aura de una vieja marca de galletitas (Manon) cuyo sólo sonido evoca la ternura de una infancia acunada por puras fantasías acústicas, bucólicos jingles publicitarios o fragmentos de un kitsch onírico: “No me quise despertar/ estaba soñando con una canción pop perfecta/ y con la Reina del Emporio de las Galletitas.// Incluso, el estribillo de la canción/ repetía incesante la palabra Manon/ cada tanto.// Y en la abarrotada sala de conciertos/ todo el mundo tarareaba Manon, Manon…/ y sonreía con dulzura”.
Adhiero a la teoría de Valéry que dice que “un poema no existe más que en el momento de su dicción”, y sólo puede ser aprehendido plenamente cuando está “en acto”. Y el desarrollo material de este acto no se parece a ninguna otra cosa: no se puede segmentar en capítulos como una novela, ni en planos como una película, ni siquiera se puede dividir en sustantivos y adjetivos o en sílabas y acentos.
Sin embargo cabe preguntarse ¿en virtud de qué atributos extraordinarios un poema no puede reducirse, como cualquier otra disciplina artística o género literario, a un juego convencional de normas y procedimientos, entre los cuales se incluiría, por supuesto, la idea básica de que puede tener un comienzo y un final? Si hasta la danza —que para Valéry representaba la condición poética por excelencia—, puede ser vista como una mera sucesión de figuras retóricas ensambladas en un espacio-tiempo determinado ¿por qué el poema, que trabaja con un material mucho más cotidiano como son las palabras, no admitiría un régimen analítico similar? Creo que la clave estaría en pensar el poema —como de hecho lo hace el autor de Eupalinos—, no en los términos estrictos de la danza, sino en los de un “andar en cadencia”, un movimiento coordinado del cuerpo y el intelecto, un trajinar entre el sonido y el sentido cuyo corolario inmediato puede llevar o no a la escritura, pero cuya finalidad última es “crear un estado, un tiempo y una medida del tiempo que no pueda distinguirse de su forma de duración”.