Baúl de reseñas

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Antología Poetas Rock
Gustavo Alvarez Núñez
La Marca, 124 páginas.

¡Cuánta poesía murió sin escribirse! ¡Cuánta murió al ser escrita! --afirma Sergio Pángaro-- en una amable e iluminada refutación de José Narosky que bien podría encabezar las páginas de esta antología de textos o
 conatos poéticos que firman una treintena de cantautores vinculados a la escena del rock local, desde caudillos del mainstream como Miguel Abuelo, Calamaro, Spinetta y Charly García, pasando por Rosario Bléfari, Boom Boom Kid, Pablo Shanton,  Roberto Jacoby o Gigio, entre algunos otros nombres del underground, menos conocidos por el público habitual. 
En palabras de su compilador, Gustavo Alvarez Núñez, “este libro es un álbum de poemas escrito por músicos de rock. Una colección de poesías que muestra a los rockeros made in Argentina en su veta de vates”. Pero, desprovistos de su parafernalia musical, de la voz y la imagen de la banda a las que reenvían, difícilmente los textos aquí reunidos puedan aspirar a algo más que un escarceo con la escritura. Lo que puede leerse, lo que “suena” en la letra, es más bien pobre y anhela una urgente --e improbable-- inteligibilidad melódica. La ruta, la noche, las drogas, el sexo, la fama y un cierto malditismo acneico de borrosa propensión literaria son algunas de las torturadas mitologías que recorren una y otra vez estos “poetas del rock” --o juglares del fogón urbano. 
Un dato secundario, aunque no irrelevante, es el que ofrece cada una de las “artes poéticas” o declaraciones de fe que acompañan los textos. Así Dárgelos, por ejemplo, el inspirado vocalista de los Babasónicos, cuyos autores preferidos son Thomas Pynchon, Marcelo Cohen y Cocteau, confiesa que “la poesía es una invención grasienta” y apunta su viaje al fondo de la noche en una dicción derretida y pastosa. En cambio, Manuel Moretti, de los Estelares, piensa (como Nino Bravo) que la poesía es una cuestión de sentimientos y pulsiones elementales. En otra página, Érica García aclara que “la poesía es vivir con los mismos datos que todo el mundo, pero colgados de manera diferente”, mientras Charly escribe con aerosoles un tributo a la pelada y el “preclaro genio divino” de Phil Collins. 
En tanto se propone como un texto de fronteras, de desvíos y cruces entre la canción y el poema, Poetas rock destaca suplementariamente las enormes diferencias y el modo casi antagónico con que ambos géneros abordan el lenguaje, dejando en claro que en la canción la palabra tiende a escindirse en letra por un lado y sonido por el otro, mientras que en el poema los mismos componentes constituyen una unidad irreductible.
En líneas generales, para el cantautor la escritura poética nunca representa un problema o una experiencia en sí misma, sino tan sólo una extensión de su voz y su imaginario, estacionado perpetuamente en los límites frondosos de la adolescencia. Sin embargo, no cabe duda que se trata de un proyecto encomiable, con una esmerado trabajo de recopilación que, sino una escritura, al menos restituye un modo de percibir y pensar la lírica, así como ofrece un panorama bastante completo de los rumbos literarios y musicales que ha tomado el rock y el pop en Argentina durante los últimos cuarenta años.


©Walter Cassara

Publicado en Radar libros/Página/12: 8-5-2003
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El niño con pijama de rayas
John Boyne
Salamandra, 189 páginas

¿Cómo contar la historia del holocausto judío desde el punto de vista de un niño de nueve años? ¿Es posible traducir a los términos de una aventura infantil nada más ni nada menos que el genocidio de Auschwitz? El desafío, a primera vista, parece tentador, aunque conlleva -por la seriedad del tema- muchos riesgos.
El primero de ellos, el más arduo y el que nunca consigue eludir El niño con el pijama de rayas, es el de quitar todo espesor histórico a los acontecimientos, recurriendo a las típicas patrañas de cierta literatura infantil para endulzar la píldora: clisés del tipo "había una vez una casa detrás de una cerca" para referirse a un campo de concentración o "el niño con pijama de rayas" para hablar de una víctima del totalitarismo nazi, subterfugios del lenguaje que repulsan la inteligencia de un lector adulto y pueden promover un bostezo generalizado en los niños, pero que además tienden a encubrir -y esto es lo más pernicioso- el horror de los hechos narrados bajo el velo de una ingenuidad fraudulenta. Quizás un niño de nueve años -como es Bruno, el cándido protagonista de este libro que frisa, por momentos, la más alarmante estupidez- no esté todavía en condiciones de discernir un campo de concentración de un castillo encantado. Quizás, en la mentalidad infantil, que no es lógica, lo siniestro y lo maravilloso funcionen sólo como meras categorías de la imaginación. Imposible saberlo. Sin embargo, el problema no es tanto de orden psicológico como ético. No parece un recurso legítimo –ni tampoco resulta verosímil en el plano literario- provocar a conciencia una escisión arbitraria entre la personalidad razonable y consciente y la personalidad infantil inconsciente, con el único fin de presentar los horrores de la guerra y las cámaras de gas reducidos a una escala de percepciones deliberadamente catárticas, que lo único que buscan es despertar las emociones más elementales y encabezar con eso la lista de los libros más vendidos.
“No se puede escribir poesía después de Auschwitz." Tantas veces Adorno debió retractarse de esta frase como John Boyne y sus editores habrán de computar las suculentas regalías que promete dejar este libro, que fue comparado con La vida es bella, la insoportable película de Roberto Begnini, pero cuyo manejo del optimismo como una supuesta herramienta crítica parece burlarse del lector adulto y puede, incluso, promover graves confusiones en la imaginación de aquellos niños que se dignen leerlo. "Creemos que es importante empezar esta novela sin saber de qué se trata", recomienda un anónimo editor en la contratapa, haciendo alardes de un suspense feérico que haría temblar las mandíbulas de los hermanos Grimm. "No obstante, si decides embarcarte en la aventura, debes saber que acompañarás a Bruno, un niño de nueve años, cuando se muda con su familia a una casa junto a una cerca. Cercas como éstas existen en muchos lugares del mundo, sólo deseamos que no te encuentres nunca con una.”
Por cosas así, los chicos prefieren la playstation a los libros. Y tienen razón. El problema de El niño... es que su intriga resulta injustificable y afectada desde la primera hasta la última página. Nadie puede creer que el pequeño Bruno no advierta en ningún momento que su padre es un oficial nazi, que el lugar donde acaba de mudarse es un campo de exterminio y que Shmuel -su amigo "del otro lado de la cerca"- es un prisionero judío que va en camino de la cámara de gas. En pos de un efectismo machacón y presuntamente piadoso, con operaciones falsarias como las que mencionamos con anterioridad, Boyne ha escrito un libro que no se sabe si es un cuento infantil con aspiraciones de novela, o al revés. El autor nació en Irlanda en 1971. El niño con el pijama de rayas es su quinta novela publicada. La versión fílmica ya está en camino.

©Walter Cassara




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Mira si yo te querré
Luis Lante
Alfaguara, 312 páginas

No fue un genocidio que haya ocupado demasiadas páginas en la prensa internacional. Tampoco ha merecido, como Hiroshima y Vietnam, la producción de Hollywood. No obstante, el 6 de noviembre de 1975, El Aaiún –la capital de una antigua colonia ibérica ubicada en el Sahara occidental– fue rociada con napalm y bombas de fósforo blanco, en una operación militar conjunta de Marruecos y Mauritania, con el consentimiento silencioso de España, su histórica “protectora”. La operación, que se recuerda desde el lado marroquí con el nombre de la "Marcha verde", devastó casi por completo al pueblo saharaui. Desde entonces, replegados en la hammada, la parte más inhóspita del desierto argelino, los saharauis (que se diferencian de otras tribus nómadas por su organización social y cultural, en la que predominan las mujeres) sobreviven en campamentos de refugiados, a la espera de un referéndum internacional que les otorgue el derecho a la autodeterminación.
                   Al ritmo del pasodoble que da título al libro, con una mirada entre realista y cinematográfica, Mira si yo te querré aborda este tramo conflictivo de la historia saharaui-española que es en la actualidad –o debería serlo– un problema candente en las agendas diplomáticas, pero que empieza treinta atrás, con el ocaso de la dilatada tiranía de Franco.
                   La narración transcurre en dos planos temporales: la contemporaneidad y el pasado, más precisamente entre el año de la muerte del Generalísimo y la llegada del nuevo milenio. Al igual que Ultimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, la novela de Leante plantea una confrontación de clases sociales, apelando a la típica historia de amor entre la chica rica y el muchacho pobre. A ello habría que añadirle el choque entre dos culturas, la española y la árabe, que han mantenido, a lo largo de varios siglos, una intensa ligazón de amor-odio.
                   El protagonista de esta novela se llama Santiago San Román. Es un humilde mecánico "charnego" (un inmigrante interno en términos catalanes) que intenta disfrazar su extracción social paseándose por Barcelona en autos lujosos, sacados a hurtadillas del taller en el que trabaja. En una de esas excursiones, conoce a Montse Cambra, una chica de la alta burguesía catalana que está preparando su ingreso a la facultad de Medicina. Ambos se sienten fatalmente atraídos y el romance –que apenas dura un verano– tiene efectos drásticos. De pronto, a raíz de un embarazo que la familia de ella, por supuesto, no aprueba, el affaire da un giro hacia una relación tormentosa y prohibida que termina, previsiblemente, por separarlos. Empujado por el desencanto, luego de cumplir "la mili", Santiago se ofrece como voluntario de la Legión española y elige como destino el Sahara occidental. Sin demasiado daño en lo aparente, Montse prosigue sus rutinas de niña burguesa.
                   La historia se retoma veinticinco años después. En el comienzo del nuevo milenio, una serie de "contingencias" asociadas –para nada casualmente– al cambio de siglo, hacen que la relación frustrada empiece a reconstruirse paso por paso, ahora enmarcada en los confines áridos del desierto, entre el fragor de la lucha del pueblo saharaui y la supervivencia de los últimos legionarios durante la agonía de Franco. En una huida precipitada hacia el desierto que recuerda vagamente el exotismo neorromántico de El cielo protector, Montse –ya recibida y casada con un amigo de su familia– decide dejarlo todo y partir en busca del cabo Santiago San Román, que se ha pasado al bando "traidor", sumándose a la causa de los saharauis.
                   Por Mira si yo te querré, Luis Leante (Murcia, 1963) ha merecido el Premio Alfaguara de Novela 2007. En un comunicado de prensa, el jurado señala que "ha valorado la fuerza expresiva con que se describen los paisajes y la vida de la última colonia española en África". Resulta paradójico, pero tanto énfasis en la belleza y la magia del desierto –que habrá que leer entre líneas como otra apuesta políticamente correcta– no se condice en absoluto con una prosa anodina y conformista, que nunca se aventura más allá de las quince o veinte palabras por oración.

©Walter Cassara



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De A para X
John Berger
Traducción de Pilar Vázquez
Alfaguara, 202 páginas

“Si los hombres han sacrificado ideales y vida por la fabricación de un vehículo, toma dicho vehículo para huir de los cadáveres y acercarte a los ideales.” La expresión, que pertenece a Karl Kraus, bien podría levantarse como una insignia sobre la primera página de este nuevo libro de John Berger, y sobre cualquiera de los muchos que este narrador y crítico de arte inglés lleva publicados hasta la fecha. Cuando escribe sobre pintura, cuando opina sobre el statu quo o cuando narra el sufrimiento de los excluidos del sistema como lo hizo en la sustancial trilogía “De sus fatigas”, que comprende Puerca tierra, Una vez en Europa y Lila y Flag, Berger es un escritor que enaltece la dignidad de la vida como un bien supremo, por encima de cualquier ortodoxia ideológica y a contrapelo de una época en la que el desaliento y la apatía moral son moneda común.
Ello se debe quizás a que Berger no es un intelectual comprometido con todos los laureles, ni uno de esos partisanos de traje y corbata que lanzan sus arengas contra la injusticia social desde los atrios mullidos del PEN Club y luego vuelven a su residencia de campo a empollar la gran obra. En cada una de las causas que defiende, en cada uno de los males que denuncia, Berger es un escritor que rehúye las fórmulas maximalistas; sostiene un doble compromiso -ético y estético- pero situándose siempre en el centro del ring, con los pies bien plantados sobre la tierra. Lúcidamente, ha sabido mantenerse a distancia tanto del nihilismo como del populismo, las dos "soluciones" más trajinadas -que conducen, al fin y al cabo, a un callejón sin salida- cuando hay que pensar en los términos de una literatura comprometida. En verdad, Berger nunca se ha sometido a ningún programa dogmático, nunca se ha contentado con expedir soluciones fáciles y mentirosas, sino que, acaso, ha querido tan sólo indicar que existen múltiples -y muchas veces imperceptibles- formas de resistencia frente a la barbarie desmedida que impulsa el capitalismo global.
De A para X trata justamente de eso, de la escritura y el amor (y quizá, también, ¿por qué no?, de la escritura amorosa) como una forma oblicua pero tenaz de la resistencia, entendida no ya como una fuerza reactiva o una revolución modesta, sino como un modo dinámico de participar y manifestarse en los pequeños y grandes acontecimientos de la época que nos ha tocado vivir.
En cada una de las cartas que Aída envía a la cárcel donde su amado Xavier cumple una condena por insurrección, se perfila un relato amoroso que se entrelaza con un ensayo vívido y rigurosamente documentado sobre esa vasta penitenciaría informática en la que se ha convertido el mundo actual. De hecho, en el reverso de las cartas, las respuestas de Xavier no son las efusivas y previsibles palabras de un enamorado sino las interpelaciones y proclamas políticas de un revolucionario cuyo modo de pensar y de expresarse evoca de inmediato las románticas –y por momentos, casi rulfianas– alocuciones del subcomandante Marcos, el líder y portavoz del grupo armado indígena mexicano denominado Ejército Zapatista de Liberación Nacional, figura con la cual Berger se ha identificado ideológica y literariamente en más de una ocasión.

En la orilla opuesta de la negatividad sartreana, los personajes de Berger suelen estar exentos de mala fe y suelen también dejarse llevar en andas por la esperanza y la ternura, aun en las condiciones más adversas. Ello se debe quizás a que no pasan de ser una proyección de las buenas intenciones de su creador, o a que −en el fondo− no son personajes en el sentido tradicional, sino más bien voces que buscan intercambiar señales afectivas u opiniones personales sobre el mundo. En este sentido, podría decirse que De A para X es algo más que "una historia en cartas", como reza el subtítulo. Es un tratado sobre micro-política, un poema epistolar, un grito de rebelión intimista, una crónica de época, o todas esas cosas juntas. Sin embargo, ante todo, es el autorretrato de una mente privilegiada, que siempre permanece alerta a los acontecimientos de la contemporaneidad y que sabe, también, cuando es necesario, situarse más allá de las contingencias.
Pese a que buena parte de su obra ensayística y narrativa bordea las ingenuidades de un catecismo utopizante, John Berger entiende que la única obligación de un escritor es escribir bien, esto es: escribir de acuerdo a una sensibilidad particular y una visión del mundo que muchas veces entra en contradicción con la propia ideología y con la experiencia común.
Es lo que el autor ha definido, a lo largo de sus muchas páginas consagradas a las artes visuales, como un "modo de ver", un concepto que funciona como una categoría estética y que evidencia a la vez esa inusual maestría –tan suya– para disolverse y encontrarse en los desamparados y los insurgentes; un modo de ver que es también una capacidad profundamente humana para establecer un diálogo introspectivo con cada uno de sus lectores, en un lenguaje diáfano y terso como el agua de un arroyo.

©Walter Cassara

Publicado en ADN/Cultura/La Nación: 20-6-2009



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Michael Jackson. La magia, la locura, la historia completa
J. Randy Taraborrelli
Traducción de Luisa Borovsky
Norma, 716 páginas


En astronomía, un quásar es un agujero negro supermasivo que contiene tanta energía como para devorar una galaxia entera. La tarde del 25 de junio de 2009 en que "el rey del pop" cayó infartado por una sobredosis de anestésicos, un enorme quásar debe de haber colapsado en el cielo. En los más remotos rincones de la aldea global, millones de fans encendieron una vela por la muerte del ídolo. Por otros motivos, lo mismo hicieron los alicaídos magnates de la industria discográfica. Elizabeth Taylor y Diana Ross habrán llorado toda la noche. Walt Disney, Elvis Presley, Frankenstein, Peter Pan, Fred Astaire y también Mickey Mouse. Todos los mitos, todas las mascotas y todas las marionetas del mundo lloraron. Los únicos que no deben de haber llorado son Paul McCartney, que todavía estará despotricando contra los abogados de Jackson porque le "robaron" los derechos de las canciones de los Beatles, y Randy Taraborrelli, que debía estar muy ocupado actualizando los últimos capítulos de esta voluminosa biografía.
Como un auténtico quásar, un agujero negro que puede absorber la luz de las galaxias más lejanas, el artista fue, como refleja Michael Jackson. La magia, la locura, la historia completa , un fenómeno que logró condensar, en su música y en su vida, todas las formas del estrellato, todos los lugares comunes y los prejuicios, todas las desdichas y las remesas del gran sueño americano. Para empezar fue una mezcla insólita de Shirley Temple y James Brown, una mezcla de ensayada ingenuidad y marginalidad irreparable que se muestra -clara y quizás involuntariamente- en sus primeras actuaciones, cuando tenía apenas once años. Según se refleja en esas primeras apariciones en el escenario, parecía un niño lleno de vida y de una alegría insobornable, eximio bailarín y concienzudo cantante. Hasta que lo "descubrió" un sello discográfico especializado en música negra; se dispararon los primeros éxitos, el niño conoció por primera vez la "jacksonmanía" y empezó a recibir jugosos cheques que dilapidaba en caramelos.
Quizá no todo el mundo sepa que la infancia de Michael Jackson transcurrió en Gary (Indiana), un suburbio industrial a cuarenta kilómetros de la ciudad de Chicago. Allí vivía con sus padres y sus nueve hermanos en una casilla prefabricada, del tamaño de un garaje. Su padre era operario en una planta siderúrgica, aficionado a la guitarra eléctrica y muy proclive a los castigos corporales. Además, profesaba el culto de los Testigos de Jehová. Con la dirección de este padre despótico, Michael empezó a cantar y bailar soul desde muy chico, junto a sus hermanos, en un grupo que se llamaba The Jackson Five. Para esa época, fines de los años sesenta, el soul -que había nacido en las iglesias metodistas influido por el gospel- poco o nada tenía que ver con sus raíces, y The Jackson Five, con sus trajes coloridos y sus destrezas coreográficas, habría pasado sin pena ni gloria, como otro de los tantos grupos que expresaban la típica visión pequeño-burguesa de la cultura negra, si no fuera porque con ellos se forjó el talento artístico y el afinadísimo ingenio empresarial del moonwalker .
Tal y como se desprende de esta biografía escrita por un paparazi acreditado, que entrevistó al cantante y a su familia en varias ocasiones, Jackson fue un genio precoz, extremadamente tímido y solitario, que descolló en el escenario y batió todos los récords de ventas, pero que nunca logró dejar atrás una infancia expoliada por las ambiciones materiales de su familia y el canibalismo insaciable del show business . Con tan sólo veinticuatro años, ya había amasado una fortuna descomunal y había alcanzado la cúspide de la popularidad. A lo largo y ancho del planeta, se oían sus canciones, millones de jóvenes imitaban sus pasos, lucían su sombrero fedora, sus calcetines blancos y su guante de lentejuelas.
No obstante, nada de eso alcanzaba para curar su timidez ni sus temores infantiles. La plata va y viene, la fama es la meretriz más vieja del mundo. Después de tener todo lo que se le antojara, Michael sólo quería salir a rodar en una patineta por la calle y regalarles caramelos a los chicos del barrio. Nunca lo pudo hacer y tuvo que conformarse con soñar que volaba, como Peter Pan. De hecho, se compró un rancho de mil hectáreas y lo llamó Neverland. Se compró un zoológico, un parque de diversiones y una cámara hiperbárica. Dicen que quiso, incluso, comprar el esqueleto del Hombre Elefante, pero no se lo vendieron. Del mismo modo, se compró una nariz y una máscara. Luego, otra nariz y otra máscara, y otra, hasta borrar todo rastro de su pasado, de su clase, de su raza y su yo verdadero. "A veces, me siento en mi dormitorio y lloro -le confiesa Jackson a su biógrafo, con esa vocecita en falsete que era otra de sus marcas registradas-. Es muy difícil hacer amigos y algunos temas no se pueden hablar con los padres o la familia. A veces camino por el vecindario de noche, solamente esperando encontrar a alguien con quien conversar. Pero termino regresando a casa."
Así como quiso vencer las leyes de la gravedad con su célebre paso de baile, Jackson también quiso sustraerse -como prueba este libro- a las leyes de la evolución y convertirse en precursor de una nueva especie de mutantes que ayudarían a mejorar el mundo. Al final, lo único que le quedaba de humano era la megalomanía. La megalomanía y los ojos negros, vivaces, los ojos que raras veces dejaba aparecer en público, los ojos de aquel muchachito de Gary saltando aterrado bajo el látigo del padre.

©Walter Cassara



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Las genealogías
Margo Glantz
Bajo la luna/Pre-Textos
218 páginas


Quizá no exista representación más ilusoria y esquiva de la subjetividad que aquella que se ve reflejada en el nombre propio, cuya referencia, en muchos casos, no pasa de ser un mero dato estadístico o una curiosidad lexicográfica. ¿Quién, al tratar de reconstruir su árbol genealógico, no se encontró de pronto a la deriva, remando en un puro desasosiego onomástico? ¿Quién, en busca de su exacta cronología personal, en busca de sus antepasados y sus orígenes más remotos, no desembarcó en una isla desconocida e inhóspita y sintió menguar su yo en un río infinito y laberíntico, como un vestigio más, una palabra más que se pierde en el detritus y el caos?
Sin embargo, por lo que conmemora -y no tanto por lo que designa- el nombre propio contiene buena parte de la historia esencial de un hombre y una mujer, de una familia y un pueblo en concreto, y también, quizá, de la humanidad entera. Así, en Las genealogías, de la escritora mexicana Margo Glantz, el relato se despliega como un entrañable álbum de recuerdos familiares que abarca todo el siglo XX y se extiende hasta nuestros días, cosechando en su devenir un valioso acervo de imágenes y anécdotas rescatadas de un baúl íntimo, pero que pertenecen, en realidad, a ese espacio sagrado que tal vez sólo pueda proyectarse, entre luces y sombras, en las aguas litúrgicas de la memoria colectiva.
Las genealogías es un libro hecho de muchas voces, que apela fuertemente a esa memoria colectiva, no sólo para contar la historia de unos inmigrantes judíos rusos -los Glantz- que llegaron a México huyendo de los pogromos y la revolución bolchevique, sino además, en un nivel más profundo, para volver a conjurar ese ritual olvidado -como se desliza en una cita de Walter Benjamin- "según el cual fue edificada la casa de nuestra vida".
En este sentido, se trata de una obra difícil de clasificar, que oscila entre el esbozo autobiográfico, el testimonio social, los mitos bíblicos y la narración oral. Como todo texto de esta índole, que intenta reconstruir y salvaguardar los lazos con el pasado, quizás, en el fondo, sea una larga y devota carta destinada al padre: Yánkl Glantz, un poeta judío nacido en una aldea campesina al sur de Ucrania y emigrado a la ciudad de México a los veinte años, que escribió en ruso y supo ser amigo de Isaak Babel, entre muchos otros grandes escritores rusos y mexicanos.
El yo plural que narra no ignora que la literatura nada puede contra la opacidad de la muerte: "Recojo pedazos de conversación -nos dice- y también los documentos están hecho trizas". Y posiblemente, a causa de ello, trata de recuperar a toda costa sus linajes, como quien compone un puzle al que le faltan muchas piezas. En todo caso, en un mundo que ha confiado casi toda su memoria al trabajo de unas máquinas, hay que agradecer y custodiar con veneración libros como éste.

©Walter Cassara

publicado en ADN/Cultura/La Nación: 4-9-2010


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Yo era una brasa
Roberto Echavarren
HUM, 168 páginas

En Luces de bohemia, Valle Inclán equipara el esperpento con el efecto de distorsión de una imagen que se proyecta sobre un espejo cóncavo. "Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos −escribe el gran novelista y dramaturgo español− dan el Esperpento". Más allá de la evidente y deliberada connotación grotesca de la palabra, lo interesante de esa estética es que ofrece un punto de vista -heterodoxo, barroco, y con fuertes raíces en la literatura hispanoamericana- que no puede reducirse a una mera parodia de la realidad o a una anomalía retórica del lenguaje.
Como un capricho surgido de la pluma cóncava de Valle Inclán, la primera persona que se enuncia en Yo era una brasa reniega del casticismo y las formas clásicas, tanto como adora la distorsión y se complace en unir los antípodas. Todo se curva en su pelambre adusta, todo serpentea, oscila de género, cambia de ambiente social y de ralea. Lo bajo se embrolla con lo alto, lo humano se animaliza, lo negro se diluye en su contrario, y viceversa. Justamente por eso, porque carece de contornos o límites precisos, puede afirmar: "Yo no termino de encontrar mi horma. Considero que no tengo ninguna, o muchas, unas más que otras. Pero me descoloco. Siempre me descoloco". Así, este no-yo camaleónico e impersonal puede meterse en la piel de Lágrima Ríos -legendaria y sufrida cantante uruguaya de candombes-, del mismo modo que puede convertirse en un joven pastor africano, en un travesti o un gaucho de la Banda Oriental, en el parche de un tambor, o inclusive en los oscuros avatares de una máquina lisérgica.

Dijo alguna vez Oscar Wilde que "debemos ser o llevar una obra de arte", sentando el precedente de una crisis en los modos de representación cultural y de identidad que recién ahora empieza a manifestar sus verdaderos síntomas. ¿Acaso sospecharía el autor de Dorian Gray que las múltiples máscaras de Michael Jackson cumplirían, al pie de la letra, su consigna? Llevada hasta sus últimas consecuencias, la esperpentología, que es quizás una variante extrema del dandismo finisecular, trasciende los estrechos límites de la afectación estética y nos devuelve una mirada profundamente crítica y desprejuiciada de nosotros mismos.
Como lo hiciera antes, en Ave Roc, con la figura del cantante Jim Morrison, Echavarren apela en esta novela breve a otro ícono popular para desmantelar los supuestos académicos del buen gusto y la corrección política, poniendo en escena un texto fetichista, oblicuo y provocador. De un modo análogo a quien está dedicado el libro, Lágrima Ríos, "la perla negra del tango", Yo era una brasa se enquista como una piedra extraña dentro del actual panorama de la narrativa rioplatense.

©Walter Cassara

publicado en ADN/Cultura/La Nación: 12-9-2009


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Cecil Beach
Ian McEwan
Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama, 185 páginas

A menudo los críticos más quisquillosos suelen anteponer un signo de interrogación a aquellos libros que vienen avalados por una extensa nómina de premios y un rotundo éxito de ventas. Sea por esnobismo o por deformación profesional, sea porque demasiada publicidad también "mata el libro" tanto o más que la fotocopia, la duda está, en buena medida, absolutamente fundamentada. Hay excepciones, por supuesto. El británico Ian McEwan (Aldershot, 1948) es una de ellas. Pese a la asombrosa cantidad de premios que recibió a lo largo de su carrera, pese a los millones de ejemplares que vendieron sus dos obras anteriores, Sábado Expiación , McEwan es un escritor que tolera muy bien la popularidad.
Al menos Chesil Beach es, entre otras cosas, una prueba fehaciente de que se puede ser famoso y multipremiado, y al mismo tiempo escribir bien. O escribir, en todo caso, de acuerdo con un criterio que satisface las pautas actuales del mercado, sin renunciar completamente a la calidad literaria. Porque hay que decir que esta novela corta, se mire por donde se mire, es correcta, serena y armoniosa como un parque inglés, y hasta podría, perfectamente, haber sido escrita en el siglo XIX. Bastaría con hojear las páginas que dedica a describir la antigua playa situada en la costa de Dorset, al suroeste de Inglaterra, donde los personajes pasan su noche de bodas, para comprobar que aquí el paisaje es tan importante como en una novela decimonónica. De hecho, podría incluso decirse que el paisaje es el factor determinante de la ficción, como si el autor hubiera tenido en mente el locus antes que la intriga y la época en que se desarrollaría la historia.
Las finas y precisas pinceladas con que McEwan muestra dicho escenario, una reserva geológica cuyos yacimientos datan de la era mesozoica, evocan de inmediato las líricas acuarelas de Joseph Turner o John Constable, dos grandes pintores del romanticismo inglés. De este modo, como las esqueléticas nieblas londinenses de Stevenson o las ásperas landas en la prosa de Thomas Hardy, los guijarros inmemoriales de Chesil Beach se ajustan a la perfección a la historia de amor, ligeramente trágica y fuera del tiempo, que cuenta esta novela. No se trata pues de una locación accidental o puramente decorativa. McEwan ha optado por la playa de Chesil, que conecta las islas británicas con la isla de Portland (vale decir que el lugar es, de algún modo, una isla dentro de otra isla), para proyectar el conflicto íntimo de los personajes, su extrema insularidad cultural y su inexperiencia frente al deseo.
No solo en el tratamiento del espacio se revela la estructura neoclásica de la novela. Como si quisiera ceñirse al máximo al modelo aristotélico de la composición, McEwan cultiva también una estricta unidad de tiempo y acción. Con algunos saltos retrospectivos, que examinan la genealogía social y familiar y el momento en que Edward y Florence se conocieron, la historia se centra en la noche de bodas de esta joven pareja de clase media, demasiado pudorosa y anticuada, quizá, para la época (los afiebrados años sesenta, los años, recordemos, del "amor libre"), cuyo matrimonio dura tan solo ocho horas, que es exactamente el intervalo de tiempo en el cual se concentra el relato. Una nota aparte merecería el tercer capítulo de esta nouvelle . Por la precisión milimétrica con que se refieren las dificultades y los vaivenes de atracción-repulsión de los cuerpos; por la sutileza con que detalla, sin pelos en la lengua, el encuentro sexual tan deseado y pospuesto de la joven pareja, la prosa de McEwan alcanza un clímax que debería estar entre los pasajes eróticos más logrados de la narrativa actual.
"Las relaciones sexuales empezaron/ en mil novecientos sesenta y tres/ (demasiado tarde para mí)/ entre el final del proceso a El amante de Lady Chatterley / y la salida del primer disco de los Beatles", escribió alguna vez el gran poeta Philip Larkin, con ese manejo tan irónico del sentido común que destila the quintessence of Englishness . Acaso llevando a un plano literal estos versos que ya, en sí mismos, son un abuso de las estadísticas, Chesil Beach se sitúa en 1962, un período de transición en el que se estaba gestando un cambio en la actitud hacia el sexo, aunque todavía seguía en pie la creencia en instituciones tradicionales como la familia y el matrimonio. Si bien el contexto se halla rigurosamente documentado en la novela -desde la moral hasta la ropa, la música, la literatura y la cocina, todo apunta a un cambio aquí-, en ningún momento el narrador se rebaja a la crónica o la historiografía. Solo toma los detalles que son funcionales a la ficción. Es más, los jóvenes que pinta Chesil Beach podrían, sin ningún problema, trasladarse a la era victoriana.
Y quizá por primera vez, alguien se atreve a abordar la década del 60 a contraluz, con sus prejuicios y contradicciones, tal y como uno imagina que fue, o al menos sin esa visión completamente idealista y estereotipada a la que estamos acostumbrados. Tal es la precisión y la objetividad con que McEwan lleva adelante el relato, que enseguida trasciende el contexto para situarse en un punto equidistante entre el pasado y el presente, entre una época y otra, para esbozar entre líneas un lúcido retrato de Inglaterra, ese país tan lleno de paradojas que −al decir del escritor checo Karel Capek− es “la más hermosa y la más fea de las tierras, la más democrática de las naciones y la que venera los anacronismos más rancios de la aristocracia". Una opinión que McEwan bien hubiera podido firmar con una sonrisa benévola.
©Walter Cassara
Publicado en ADN/Cultura/La Nación: 3-5-2008


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Una novelita lumpen
Roberto Bolaño
Anagrama, 151 páginas

Si bien no funciona como una regla universal, es sabido que cuanta más utilidad en el presente tiene la obra de un escritor, mayor es su costo de depreciación en el futuro. Roberto Bolaño está pagando demasiado caro las deudas adquiridas con su época y con sus contemporáneos. Hoy por hoy, toda su obra se nos presenta embargada por la verborragia del presente y aquello que podría haberlo distinguido alguna vez del rumor de la marea se está dilapidando rápidamente en manos de su agente literario y su editor, sin mencionar a sus exaltados panegiristas ibéricos ni a sus presuntos herederos latinoamericanos.
Lo peor que pudo pasarle a Bolaño es haberse "bolañizado", vale decir, haberse convertido en una caricatura de sí mismo y haber reencarnado en un fenómeno comercial, peleando cabeza a cabeza con Isabel Allende en los primeros puestos de los autores más vendidos. Se podrá objetar que ser asimilado a aquello que más aborrece es la suerte que corre todo escritor maldito. No obstante, a la espera de esa justicia poética que sólo puede dispensar el tiempo, los fanáticos del escritor de Estrella distante tendrán que hacer silencio y bostezar conUna novelita lumpen , un libro que ya desde el título -que es parodia de lasTres novelitas burguesas de José Donoso- bien puede leerse entre líneas como una caricatura o un cómic negro sobre las penurias, los desencantos y el despertar sexual de una adolescente -Bianca- perdida en los basureros de la posmodernidad.
La adolescencia entendida como un estado de máxima combustión poética es un tema recurrente en la narrativa de Bolaño. Basta recordar que Los detectives salvajes es una larguísima novela protagonizada exclusivamente por un club de clones mexicanos de Rimbaud y Lautréamont. Pero mientras que en Los detectives... la bancarrota moral y cultural de la vida moderna apenas aparecía esbozada en los intersticios de una historia que fluye a un ritmo endiablado, al mejor estilo de las películas sobre la mafia, en Una novelita lumpen todo -desde los personajes hasta la trama, pasando por el lenguaje y las locaciones- es deliberadamente chato, artificial y trash.
Quizás el problema radique en que la adolescencia trash que pinta Bolaño es demasiado gruesa, demasiado cerebral o literaria para ser verosímil. Del mismo modo, la calculada mezcolanza de un oscuro actor de péplum con los programas diarios de la televisión basura, la combinación de fisicoculturismo con esa pequeña dosis de pornografía que la pequeña Bianca consume diariamente junto con su hermano, parecen clisés calcados del manual básico del escritor "berreta".
Ello, sumado a un intriga que coquetea vagamente con el policial y el gótico sureño de Estados Unidos, compone un extraño cóctel que podría elevar a Una novelita lumpen a la categoría de lectura para el verano, si no fuera esa clase de textos que sólo sirven para que los críticos frunzan el entrecejo y se pongan a releer las obras principales de uno de los escritores más prolíficos y polémicos de las últimas dos décadas.

©Walter Cassara
Publicado en ADN/Cultura/La Nación: 9-1-2010

Los topos 
Félix Bruzzone 
Mondadori,189 páginas 

¿Qué hay detrás del espejo? ¿En qué medida la identidad personal, eso que llamamos por costumbre "yo", es tan sólo un precario punto de equilibrio en el que nos apoyamos para no perder la razón? Para el misterioso y lacónico protagonista de Los topos , primera novela de Félix Bruzzone, del otro lado del espejo quizá no haya nada, nadie. O peor aún, a lo mejor apenas hay pintura descascarada, hongos, agujeros negros, un rostro amorfo y sin historia que nos "mira" como un topo desde la oscuridad. 

Ya sea debido a sus costumbres subterráneas o a su apariencia grotesca, o porque nos recuerda que venimos de la noche de las cavernas, donde el rostro humano nunca ha sido representado, el topo es un animal que repugna. Por algo, no existen topos de peluche. Por algo, el fastidioso Topo Gigio no era un topo sino un ratón. Y por algo, "topo" se les dice, en la jerga del espionaje, a los delatores y agentes encubiertos. 

Es justamente en esta última acepción, donde el devenir espía -que también funcionará después, para el personaje, como un violento y delirante devenir vagabundo, albañil, travesti- dispara, desde la primera página, todo un complejo dispositivo de proyecciones e interrogantes imaginarios sobre lo real y sobre la propia identidad que, al mismo tiempo, opera como un veloz catalizador de la trama. 

La novela empieza contando, en un tono casi testimonial, el recuerdo de un hijo de padres desaparecidos que oye, por boca de sus abuelos, que su madre "durante el cautiverio en la ESMA, había tenido otro hijo". 

No obstante, a las pocas páginas de Los topos , esta conjetura se transforma en una completa incertidumbre que no sólo pone en jaque la identidad de la primera persona que narra sino que, además, impulsa abruptamente el relato hacia una zona fantástica o psicológica; más próxima, en todo caso, a las distopías paranoicas planteadas por la ciencia ficción que a los cánones del realismo. 

De un modo audaz y personal, asumiendo el riesgo de lo "políticamente incorrecto", Bruzzone se aventura a indagar en las huellas ominosas que ha dejado el terrorismo de Estado en las nuevas generaciones, desde un punto de vista que no está, quizá, tan lejos de la teoría queer de la construcción y la deconstrucción de los géneros. Por momentos, el queer vira hacia el punk más extremo, al estilo de esos videos extravagantes de Bruce LaBruce en los que la pornografía se entrevera con el cine de clase B. En otros momentos, la novela remeda los sangrientos titulares típicos de la prensa amarilla que directamente se transcriben hacia la mitad del relato: "Travesti violado y muerto en un cementerio. Travesti ahogado en el Río de la Plata. As del fratacho: niegan trabajo a travesti albañil". 

En este sentido, podría decirse que esta novela de Bruzzone -autor, también del reciente 76 , una colección de relatos- consigue algo virtualmente imposible en la literatura argentina: unir a Copi con Rodolfo Walsh, vaciar el registro policial en el travestismo más hardcore -y viceversa- en una narración que fluye por los cauces más coherentes. 

Walter Cassara 
© LA NACION 

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Biografía del hijo cambiado
Andrea Camilleri
Traducción de Francisco Carrobles
Gadir, 290 páginas

No hay nada más extraño, más distorsivo y potencialmente aterrador que la percepción de la propia individualidad. En el centro de ese armazón tan frágil que llamamos yo está soplando siempre un huracán. Nada impide pues que una mañana, al mirarnos al espejo, experimentemos de pronto un descenso al maelström y, al igual que el marinero en el célebre cuento de Edgar Allan Poe, regresemos sanos y salvos del naufragio, aunque transformados completamente en otra persona. Todos pasamos a diario por momentos como esos. Y todos, además, fuimos como Luigi Pirandello "hijos cambiados", es decir: niños anacrónicos, dislocados, puestos en la cuna por la mano de un genio malicioso y amargo que se complace en el malentendido.
A veces, dicho genio puede ocultarse en la figura de un padre omnipotente y arbitrario, como lo fue Stefano Pirandello para el pequeño Luigi. Del mismo modo, el malentendido universal puede confundirse con la vida y tomar la forma de un cuento o una comedia del propio Pirandello. Al menos, así lo entiende Andrea Camilleri, que ha encarado esta biografía del autor de El difunto Matías Pascal respetando las convenciones del género, aunque disponiendo libremente de los materiales en favor de la ficción.
La leyenda del hijo cambiado, desde la cual Camilleri narra y reinterpreta la vida de Pirandello, es una historia que tiene antecedentes en diversas culturas y creencias populares a lo largo de todo el mundo. Un niño cambiado es el hijo de una criatura fantástica dejado clandestinamente en el lugar de un niño humano. Su variante mediterránea "es la de una madre incapaz de resignarse a la realidad: en la cuna su hijo es un ser deforme, pero ella reacciona refugiándose en la convicción de que su verdadero hijo, guapo y rubio, ha sido raptado por las donne (las brujas) dejando en su lugar a este otro, feo, lisiado y que ni siquiera habla. Un día llega al pequeño puerto una nave extranjera con un príncipe joven y enfermo a bordo, que ha venido a curarse al sol del sur. Y la madre se convence al punto de que el príncipe es su verdadero hijo que ha regresado milagrosamente (sic)."
Suele decirse que esta antigua fábula es una respuesta supersticiosa para explicar el nacimiento de niños defectuosos. Pero vista al contraluz de ese maestro en el arte del histrionismo y los desdoblamientos de la personalidad que fue Luigi Pirandello, adquiere la significación de una intricada alegoría o de una broma macabra. De este modo, sobre un friso de datos presuntamente "auténticos" (cartas, referencias y testimonios biográficos) Camilleri entrecruza la ficción con la realidad, al mejor estilo del comediógrafo de Seis personajes en busca de autor, en cuyas numerosos relatos (filmados genialmente por los hermanos Taviani) y piezas de teatro el arte y la vida tienen la misma entonación.
“Cada siciliano es, de hecho, una irrepetible ambigüedad psicológica y moral. Igual que la isla, que es una mezcla de luto y de luz” escribió alguna vez Gesualdo Bufalino, otro gran maestro del ácido humor mediterráneo. Un párrafo aparte merece la erudición y la fina ironía con los que Camilleri aborda el árido paisaje y la retorcida mentalidad de la Sicilia de fines del siglo XIX, esa pintoresca ensalada de clasicismo y barbarie agreste, de fervor religioso y fanfarronería, de hombres chapuceros y mujeres santurronas de las que se nutrió considerablemente la obra de Pirandello.
Andrea Camilleri nació en 1925 en Porto Empedocle, en la provincia de Agrigento. Actualmente vive en Roma, donde imparte clases en la Academia de Arte Dramático. Durante cuarenta años fue guionista y director de teatro y televisión. En 1994 creó el personaje de Salvo Montalbano, el entrañable comisario siciliano protagonista de una serie que en la actualidad consta de nueve novelas. Como Pirandello, a quien retrata en este libro con una prosa precisa y amena, abrevó en la sátira popular tan propia del carácter y la historia de esa isla que dio tantos nombres ilustres a la literatura así como en la tradición de la novela culta moderna.

©Walter Cassara